CONTENIDO
A. Preguntas acerca de Dios
A
1: ¿Cómo puedo saber que hay un Dios?
A
2: ¿Dónde está Dios?
A
3: ¿Qué significa
la palabra Dios – D.I.O.S.?
A
4: ¿Por qué no podemos
ver a Dios?
A 5: ¿Cómo podemos conciliar la noción
de un Dios
de amor con tanta angustia sobre esta tierra?
¿Por qué permite Dios el sufri-
miento?
A
6: ¿No tiene Dios la culpa de todo?
A 7: En
los tiempos
del Antiguo
Testamento, Dios hace exterminar a pueblos
enteros por la guerra;
en
cambio, en el Sermón del Mon- te está escrito «Amad a vuestros
enemigos».
¿Es el
Dios del AT diferente al
del
NT?
A
8: ¿Ha creado Dios el mal?
A
9: ¿Puede Dios aprender?
A
10: ¿Existió Jesús
verdaderamente? ¿Es
Él el
Hijo de Dios?
A
11: ¿Cuál es la relación entre Dios y Jesús?
¿Son una sola persona?
¿Tiene el uno un rango más elevado que el otro? ¿A quién
debemos orar?
RESPUESTAS :
A. Preguntas acerca de Dios
A. 1: ¿Cómo puedo saber que hay un Dios?
No existe en
la tierra ninguna nación o tribu que no crea de algu- na forma en un dios, un espíritu o un
ser superior. Incluso las tri- bus más aisladas
de la jungla que jamás han tenido contacto con otras culturas
y ni mucho menos con el evangelio, creen en un dios. ¿Cómo explicar este hecho?
Todos tenemos la facultad de razonamiento
que partiendo
de las maravillas de la creación
visible nos permite deducir que tiene que haber un Creador
invi- sible. ¿Quién podría creer que
un coche, un reloj, o aun
un botón
o un sencillo clip se
hayan hecho solos? Por eso el apóstol
Pablo escribe en el Nuevo Testamento: «Porque lo
que de Dios se conoce les es
manifiesto, pues Dios se
lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y
deidad, se hacen clara- mente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de
modo que no tienen excusa» (Ro
1:19-20). La creación, sin embargo, sólo nos habla de
la existencia de Dios y podemos
deducir su poder y
abundancia de ideas, pero no su carácter, (por ejemplo,
su amor, vida, miseri- cordia, bondad). Para esto nos es dada la Biblia.
A. 2: ¿Dónde está Dios?
Según nuestra humana manera de
pensar intentamos localizar
a Dios en el espacio.
Por eso hallamos en las mitologías paganas de la Antigüedad y en el neopaganismo semejantes localizacio- nes. Los griegos creían que sus dioses habitaban
en el monte Olimpo y los germanos
los localizaban en el
Walhalla. El astró- nomo francés Laplace dijo:
«He sondeado todo el universo, pero en ninguna
parte he encontrado a Dios». Algo similar comenta- ron los cosmonautas soviéticos: «Durante
mi vuelo no me he encontrado con Dios» (Nikolaev en 1962 a bordo de la nave espacial Vostok III). A
la luz de la Biblia,
todas esas afirmacio-
nes son completamente erróneas, porque Dios está por encima de las dimensiones. Él, que creó el espacio
no puede ser parte del
mismo. Más aún, Él
penetra cada parte del espacio;
él es omnipresente. Esto se lo explicó Pablo a los paganos de Atenas:
«Porque en él
vivimos, y nos movemos, y somos» (Hch 17:28). El
Salmista afirma la misma realidad
cuando exclama: «Detrás y delante
me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano… ¿A dónde
me iré de tu Espíritu?
¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y
si en el Seol hiciere mi estra- do,
he aquí allí tu estás. Si tomare las alas del alba y
habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra» (Sal 139:5, 7-10), ¡Qué elocuente testimonio de que Dios lo rodea y penetra
todo! El concepto
matemático de espa- cios pluridimensionales (el nuestro tiene tres dimensiones) pue- de ayudarnos
a contestar a la pregunta:
¿Dónde está Dios? El espacio
de n dimensiones es sólo un subconjunto del espacio de (n+1) dimensiones. Por consiguiente, el espacio de cuatro dimensiones, por ejemplo, no puede caber en
el espacio de tres dimensiones, pero lo penetra
totalmente. La Biblia testifica de esta verdad cuando dice: «Pero, ¿es verdad
que Dios morará sobre la tierra? He aquí que los cielos, los cielos
de los cielos, no te pueden contener»
(1 R 8:27).
A. 3: ¿Qué significa la palabra
Dios – D.I.O.S.?
La palabra «Dios» no es
un acrónimo; no está formado por la primera letra de varias palabras, como lo
es la palabra OVNI (Objeto Volador No Identificado).
Dios se ha revelado a los hombres
una y otra vez con nuevos nombres que con su signi- ficado describen su naturaleza. He aquí algunos
de sus nom- bres, con la referencia de su primera mención en la Biblia:
Elohim (Gn 1:1): Dios – forma plural con un verbo en singu- lar; para expresar la Trinidad
de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Eloah; Este
nombre se encuentra 41 veces en el libro de Job; por lo demás aparece raras veces; Dios –
la forma sin- gular de Elohim.
El (Gn 33:20). Significa «Dios, el Todopoderoso».
El-Olam (Gn 21:33): «Dios Eterno».
El-Shaddai (Gn 17:1): «Dios todopoderoso».
El-Roi (Gn 16:13): «Dios que me ve».
Yahvé (Gn 2:4,
conforme
a Éx 3:14-15): «YO SOY EL QUE SOY».
Yahvé-Rafah (Éx 15:26):
«el Señor tu sanador». Yahvé-Nissi (Éx 17:15):
«el Señor mi bandera». Yahvé-Jireh (Gn 22:13-14): «el Señor proveerá».
Yahvé-Shalom (Jue
6:24): «el Señor es paz».
Yahvé-Sidkenu (Jer 23:6): «el Señor justicia nuestra».
Yahvé-Shammah (Ez
48:35): «el Señor está allí». Yahvé-Roi
(Sal 23:1): «el Señor es mi pastor».
Yahvé-Sebaoth (1 S 17:45): «el Señor de los ejércitos».
Adonai: (Gn 15:2):
«Mi Señor» (134 veces en el Antiguo Testamento). (Abraham Meister:
“Biblisches
Namenlexi- kon” [Diccionario bíblico de nombres], Pfäffikon, 1970)
A. 4: ¿Por qué no podemos
ver a Dios?
Adán
y Eva, los primeros seres humanos creados por Dios, vivían en comunión con él, de modo que podían verle
cara a cara. Por su caída, el hombre se separó de Dios. Es un Dios santo que odia todo pecado, por esta razón esa comunión origi- nal terminó.
Dios «habita en luz inaccesible» (1 Ti 6:16); por eso no le volveremos
a ver de nuevo hasta que después de la muerte entremos en la
casa del Padre. Jesús es el
único camino que conduce allí. «Nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14:6).
A. 5: ¿Cómo podemos conciliar la noción
de un Dios de amor con
tanta angustia sobre esta tierra? ¿Por qué
permite Dios el sufrimiento?
Antes de la caída no había muerte, ni
sufrimiento, ni dolor, ni nada de
aquello que hoy nos causa tanta ansiedad.
Dios había dispuesto todas las cosas para que el hombre
pudiese vivir bajo condiciones ideales.
Pero el hombre escogió libremente seguir
sus propios caminos que le
alejaron de Dios. No podemos expli- car por qué Dios otorgó al
hombre tan amplio radio de libertad.
Pero constatamos que el
que se aparta de Dios termina en la miseria. Esta experiencia amarga la hacemos hasta el día de hoy. Algunas personas tienden a echarle
a Dios la culpa. Sin embar- go, deberíamos recordar que el promotor no es Dios, sino el hombre.
Si conduciendo de noche por la
autopista apagamos las luces y por esta causa tenemos un accidente, no podemos culpar al
fabricante del coche. El constructor ha equipado el coche con todo lo
necesario para la iluminación; si la
apagamos delibera- damente, somos nosotros
los únicos responsables. «Dios es luz» (1 Jn 1:5). Si nosotros
nos vamos a las tinieblas separándonos de Dios, no se
lo reprochemos al Creador que nos creó para vivir cerca de él. Dios es y seguirá
siendo un Dios de amor, porque ha hecho algo inconcebible: dio a su único Hijo para rescatarnos de la
situación desesperada en la cual
nosotros mismos nos había- mos
metido. Jesús dijo, hablando de sí
mismo: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos»
(Jn 15:13). ¿Existe mayor amor? Nunca se ha consumado una obra mayor en
favor del hombre que la que ocurrió en el Gólgo-
ta; la cruz es, por lo tanto, culminación del amor divino.
Seamos o no creyentes, vivimos
todos en un mundo caído; el sufrimiento, bajo todas sus formas conocidas, forma parte inte- grante del mismo. No tenemos ninguna explicación para el sufrimiento individual. ¿Por qué a uno le va bien y a otro le sobrevienen calamidades y graves enfermedades? Y a menudo sucede que el creyente incluso tiene que sufrir más que el incrédulo, como observa el salmista:
«Porque
tuve envidia de
los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos. Porque no tiene congojas por su muerte, pues su vigor está entero. No pasan trabajos
como los demás mor- tales, ni son azotados
como los demás hombres»
(Sal 73:3-5).
Pero termina
encuadrando correctamente su aflicción indivi-
dual que no considera como castigo por su
propio pecado. No está airado con Dios; al contrario, se aferra aún más a Él.
«Con todo, yo siempre
estuve contigo; me tomaste
de la mano derecha. Me has guiado
según tu consejo
y después me recibirás en gloria. Mi carne y mi corazón desfallecen;
mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siem- pre»
(Sal 73:23-24, 26).
A. 6: ¿No tiene Dios la culpa de todo?
Cuando, después
de la caída, Dios pidió cuentas a Adán,
éste señaló hacia Eva: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí» (Gn 3:12).
Cuando Dios luego se dirigió
a la mujer, ésta también echó la culpa de sí diciendo:
«La serpiente
me engañó y comí» (Gn 3:13). En lo que respec- ta
a nuestra culpa, manifestamos un comportamiento
extraño: siempre echamos lejos de nosotros la culpa,
hasta que al final declaramos a Dios culpable de todo. Pero, sucede lo inimagi- nable: en Jesús, Dios tomó sobre sí
toda la culpa. «Al que no conoció pecado (=Jesús), por nosotros lo hizo pecado»
(2 Co
5:21). El juicio de Dios sobre el
pecado del mundo se descarga en el Hijo de Dios. El anatema
es lanzado contra él
con toda
vehemencia: durante tres horas el país queda envuelto
en tinie- blas, y el Crucificado es realmente abandonado por Dios. Cris- to «se dio a sí mismo por nuestros pecados»
(Gá 1:4) para que nosotros podamos salir
absueltos.
Este
es
el manifiesto del amor de Dios. No hay mejor mensaje que el evangelio.
A. 7: En los tiempos del Antiguo Testamento, Dios hace exter- minar a pueblos
enteros por la guerra; y en el Sermón
del Monte
está escrito «Amad a vuestros enemigos». ¿Es el Dios del AT diferente al del NT?
Algunas personas
piensan que en el Antiguo
Testamento Dios es un Dios de ira y venganza y que en el Nuevo es un Dios de amor. Esta opinión se puede
rebatir fácilmente con las dos citas siguientes del AT y del NT: En Jeremías
31:3, en el AT, Dios dice:
«Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi
misericordia», y en el NT leemos en Hebreos 10:31: «¡Horren- da cosa es caer en manos del Dios vivo!».
Dios es tanto el Dios
de ira frente al pecado, como el
Dios de amor con respecto
a aquel que se arrepiente. El Antiguo Testa- mento y el Nuevo dan ambos este testimonio de Dios, porque Dios es siempre
el mismo.
«En el cual no hay mudanza,
ni sombra
de variación» (Stg 1:17). De la misma manera el Hijo de Dios jamás ha cambiado
en su naturaleza: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (He 13:8).
La Biblia abunda en ejemplos de cómo Dios juzga el pecado
en los hombres y de como, por otra parte,
guarda a los suyos. En el diluvio,
la humanidad entera pereció por su maldad y
sólo ocho personas se salvaron.
De la misma manera se perderá
la mayor parte de la humanidad en el Juicio Final, porque andu- vieron por el
camino ancho de la perdición (Mt 7:13-14). Dios había dado a su pueblo Israel la tierra
prometida, pero durante la salida
de Egipto los amalecitas atacaron la retaguardia del pueblo. En Deuteronomio 25:17-19,
Dios anuncia el extermi- nio de los amalecitas como juicio; que Saúl más tarde, tuvo que llevar
a cabo por orden de Dios (1 S 15:3). En la época del NT Dios mató a Ananías
y Safira, porque no dijeron
toda la verdad (Hch 5:1-11). Estos ejemplos
nos enseñan
que Dios se toma más en serio cada pecado de lo que nosotros pensamos.
En esto Dios tampoco ha cambiado. Él odia todo pecado y juzgará
toda iniquidad. También hoy podría destruir
a naciones enteras. Los alemanes han pecado gravemente contra Él al concebir y eje- cutar el programa radical de exterminio contra su pueblo Israel durante el Tercer Reich. La división de Alemania durante
40 años y la pérdida de los territorios del Este han sido manifiesta-
mente un juicio contra esta nación por ese pecado. Dios podría haber destruido al pueblo alemán entero,
pero su misericordia
fue tan grande que no lo
hizo; quizás también por los creyentes que sigue habiendo entre
el pueblo alemán.
Sodoma y Gomo- rra no habrían sido sepultadas bajo la
lluvia de fuego si hubiese habido al menos diez justos allí (Gn 18:32).
Si el juicio no lle- ga siempre
de inmediato, es a causa de la gracia de Dios. Pero
el día viene en que cada cual deberá dar cuenta de su vida, tan- to los creyentes (2 Co 5:10) como los incrédulos (He 9:27; Ap
20:11-15).
A. 8: ¿Ha creado Dios el mal?
En la primera epístola
de Juan leemos que «Dios es luz, y no hay tinieblas
en él» (1:5). Dios es absolutamente puro y
perfec- to (Mt 5:48), y los ángeles
proclaman: «Santo,
santo, santo, Jehová de los ejércitos» (Is 6:3). Él es «El
Padre de las luces» (Stg
1:17), de modo que el mal jamás puede provenir de Él. La Biblia relaciona
el origen del mal con la caída de Satanás,
que en otro tiempo fue un querubín,
un ángel de luz, y que quiso llegar a ser «semejante al Altísimo» (Is 14:14). El profeta Eze- quiel describe
su orgullo y su caída:
«Perfecto eras en todos tus caminos
desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad. A causa de la multi- tud
de tus contrataciones fuiste lleno de iniquidad, y pecas- te;
por lo que yo te eché del monte de Dios, y te arrojé de entre las piedras de fuego,
oh querubín protector. Se
enalte- ció tu corazón...; yo te arrojaré por tierra …» (Ez 28:15-17).
Por sucumbir a
la tentación, la primera pareja humana cayó bajo la esclavitud del pecado. De este modo, el
mal halló entrada en esta creación. Es evidente que Satanás logró de
este modo su poderío sobre este mundo: «Porque no tenemos
lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, con- tra
los gobernadores de las tinieblas de este
siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones
celestes» (Ef 6:12).
A. 9: ¿Puede Dios aprender?
Por definición, aprender es adquirir conocimiento anteriormen- te desconocido. Como Dios sabe todas las cosas (Sal 139:2; Jn
16:30) no existe nada nuevo que Él pudiera
aprender. Como
Señor del tiempo y del espacio, Él conoce igualmente lo pasado y lo
porvenir. Nosotros,
sin embargo, seguimos aprendiendo.
Dios en su omnisciencia, en la
Biblia nos revela acontecimien- tos futuros por medio de las profecías allí escritas.
A. 10: ¿Existió Jesús verdaderamente? ¿Es Él el hijo de Dios?
El anuncio
de la venida de Jesús a este mundo forma parte de las profecías
más destacadas. El Antiguo
Testamento predice de manera detallada su lugar
de
nacimiento
Belén
(Mi
5:1
→ Lc 2:4), su linaje
(2 S 7:16 → Mt 1:1-17),
su doble filia-
ción: divina (Sal 2:7; 2 S 7:14 → He 1:5) y humana (Dn 7:13
→ Lc 21:27),
su ministerio (Is 42:7 → Jn 9), la razón de su
misión (Is 53:4-5 → Mr 10:45),
su entrega a traición por 30
piezas de plata (Zac 11:12 → Mt 26:15), sus sufrimientos y su
muerte en la
cruz (Sal 22 → Lc 24:26), y su resurrección
(Os 6:2 → Lc 24:46).
El claro lapso de 400 años que separa el
último
libro del AT de la época del NT, da un peso particular-
mente impresionante a las profecías
cumplidas sobre Jesucris-
to, en conexión con la pregunta arriba planteada. También hay fuentes históricas además de la Biblia que testifican de la vida de Jesús, como por
ejemplo, Tácito, el historiador romano;
Suetonio, secretario romano del emperador
Adriano; Talo, el procónsul de Bitinia en Asia
Menor, y otros más. Como ejem- plo citaremos
al conocido historiador judío Flavio Josefo, naci- do en el año 37 de nuestra era:
«Ahora,
había alrededor de este tiempo un hombre
sabio, Jesús, si es lícito llamarlo un hombre, pues era un hacedor de maravillas, un maestro tal que los hombres recibían con agrado la verdad que les enseñaba.
Atrajo a sí a muchos de los judíos y de los gentiles. El era el Cristo; y cuando Pila-
to, a sugerencia
de los principales entre nosotros,
le condenó a ser crucificado, aquellos que le amaban desde un princi-
pio no le olvidaron, pues se volvió a
aparecer vivo al tercer día;
exactamente como los profetas lo habían
anticipado y cumplido
otras diez mil cosas maravillosas respecto de su
persona
que también habían sido anunciadas por anticipado.
Y la tribu de cristianos, llamados de este modo por causa de él, no ha sido extinguida hasta el
presente» (“Antigüedades de los Judíos”,
XVIII.3.3.).
Dios mismo confirma
que Jesús es su Hijo (en su bautismo: Mt
3:17;
en el monte de la transfiguración: Mr 9:7), y el ángel anuncia
su
nacimiento
como
Hijo
del Altísimo (Lc 1:32). Durante el interrogatorio
ante el concilio,
el mayor consejo
gubernamental y judicial en Israel (= los sumo sacerdotes, ancianos y escribas) bajo la dirección del sumo sacerdote
Cai- fás, (Mt 26:63-64, Mr 14:61-62 Lc 22:70), el Señor
Jesús testi- fica que es el Hijo de Dios. Igualmente lo testifican los más diversos hombres y mujeres de la Biblia:
– Pedro:
“Tú
eres
el
Cristo,
el
Hijo
del
Dios
viviente” (Mt 16:16).
– Juan: “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo
de
Dios, Dios permanece
en él y él en Dios” (1 Jn 4:15).
– Pablo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gá 2:20).
– Marta de Betania: “Yo he creído que tú eres el Cristo,
el
Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Jn 11:27).
– Natanael: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios” (Jn 1:49).
– El centurión
romano presente en la crucifixión: “Verdadera- mente éste era Hijo de Dios” (Mt 27:54).
– El ministro etíope de finanzas: “Creo que Jesucristo es el
Hijo de Dios” (Hch 8:37).
También
el diablo sabe que Jesús es el Hijo de Dios (Mt 4:3, 6) y los demonios tienen que reconocerle
como
Hijo
de Dios (Mt 8:29).
El hecho de que Jesús es el Hijo de Dios era una piedra de tro- piezo
para
los
fariseos y
sumo sacerdotes de entonces
(Mr 14:53-65) y también para el pueblo exasperado (Jn 19:7); y hasta el día de hoy es algo inaceptable tanto para judíos como para
musulmanes. Pero
Él no puede ser nuestro Redentor y Salvador si sólo fue un «hermano» (Shalom
Ben Chorin), un
«hijo entre los hijos» (Zahrnt), un hombre ejemplar
o un refor- mador social; lo es sólo porque él es verdaderamente el Hijo del Dios Viviente
(Mt 16:16).
A. 11: ¿Cuál es la relación
entre Dios y Jesús?
¿Son una sola persona? ¿Tiene el uno un rango más elevado que el otro? ¿A quién debemos
orar?
Con nuestra mente limitada no podemos comprender
a Dios. Él está fuera del espacio, fuera del tiempo
y es insondable. Por eso ya el
primer mandamiento nos prohibe hacernos
cualquier imagen visible de Dios. Sin embargo,
Dios “no se dejó a sí mismo sin testimonio” (Hch 14:17); Él se ha revelado a noso- tros. Él es, a la vez, Uno y Trino.
1. Dios es Uno; no existe otro Dios aparte del Dios de
Abra- ham, de Isaac y de Jacob (Ex 3:6). «Yo soy el primero, y yo soy el postrero,
y fuera de mí no hay Dios» (Is 44:6); «Antes de
mí no fue formado dios, ni lo será después de mí. Yo, yo Jehová y fuera de mí no hay quien salve» (Is 43:10-11). De ahí el
segundo mandamiento: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éx 20:3). Las representaciones de Dios que todas las reli- giones se han hecho son vanas: «Porque todos los dioses de los pueblos
son ídolos» (Sal 96:5). «Viento y vanidad
son sus imá- genes fundidas»
(Is 41:29).
2. Dios es Trino; Al mismo tiempo
Dios se nos manifiesta
como Uno en tres personas.
No se trata de tres dioses diferen- tes, sino de una armonía perfecta
entre voluntad, obra y
natura- leza de Dios, como lo afirma la Biblia en muchos lugares (p. ej.
1 Co 12:4-6; Ef 1:17; He 9:14). De este Dios trino se habla de tres maneras,
distinguiendo tres
personas: – Dios el Padre – Jesucristo
el Hijo de Dios – y el Espíritu
Santo. Esto queda muy
claro
en
el
mandamiento
de
bautizar
a los discípulos
según Mt 28:19. La palabra «Trinidad»
(del lat. trinitas = tres) que no aparece en ninguna parte de la Biblia, es el esfuerzo humano de captar este misterio divino con una palabra.
En Jesús, Dios se hizo hombre. «Y aquel
Verbo se hizo carne» (Jn 1:14). Dios se hizo visible,
audible y palpable (1 Jn 1:1) y accesible
por medio de la fe (Jn 6:69). Dios nos envió a su Hijo y
lo puso “como propiciación por medio de la
fe” (Ro 3:25). Jesús, por lo
tanto, cumple una función muy especial en favor
nuestro. Solamente poseemos la fe que salva, si creemos en Jesús. Él murió
en la cruz por nosotros,
expió nuestro pecado y nos compró por un
alto precio (1 P 1:18), por eso debemos
invo- carlo a Él para ser salvos (Ro 10:13). Por medio de Jesús tene- mos libre acceso al Padre
(Jn 14:6), y como hijos podemos decir
«Abba, Padre» (Ro 8:15). Jesús es
el Hijo de Dios, tiene la
mis- ma naturaleza que el Padre: «Yo y el Padre uno somos»
(Jn
10:30), por eso pudo decir: «El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre» (Jn 14:9). En presencia
del Resucitado, Tomás reconoce:
«¡Señor
mío y Dios mío!» (Jn 20:28). La divinidad de Jesús y su naturaleza idéntica a la del Padre se expresan también en los siguientes títulos
y obras iguales: ambos son Creador (Is 40:28 → Jn 1:3), Luz (Is 60:19-20
→ Jn 8:12),
Pastor (Sal 23:1 → Jn 10:11), el Primero y Último (Is 41:4 → Ap 1:17),
Perdonador de pecados
(Jer 31:34 → Mr 2:5), Creador de los ángeles (Sal 148:5 → Col
1:16),
adorados por ángeles (Sal 148:2 → He 1:6). También Fili- penses 2:6 enfatiza la igualdad de Jesús con el Padre.
Haciéndo- se hombre, Jesús tomó forma de
siervo; aquí vivió en completa dependencia del Padre y le obedeció en todas las cosas. En este contexto de la humanidad de
Jesús vemos claramente que Él se subordinó al Padre:
De igual manera que el marido
es la cabeza de la mujer, Dios es la cabeza de Cristo (1 Co 11:3). Pero ahora el Señor Jesús está a la diestra
de Dios y es «la imagen misma de su sustancia» (He 1:3). El Padre ha
dado al Hijo toda potestad en el
cielo y en la tierra (Mt 28:18), también le ha dado todo el
jui- cio (Jn 5:22), «porque todas las cosas
las sujetó debajo de sus pies» (1 Co 15:27). Finalmente se nos dice que «luego que todas las cosas le
estén sujetas [=a Jesús], entonces
también el Hijo mismo
le sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15:28).
El Espíritu Santo también se nos presenta como persona divi- na, pero con una misión diferente de la del Hijo de Dios. Él es
nuestro
Consolador (Jn 14:26) y nuestro abogado; él nos revela la verdad de la Biblia (Jn 14:17); intercede
por nosotros delan- te de Dios (Ro 8:26); sin él, no seríamos capaces
de reconocer a Jesús como nuestro Salvador
y Señor (1 Co 12:3b).
La oración: Jesús enseñó a sus discípulos
–y por consiguiente a nosotros también– a orar al Padre (Mt 6:9-13).
Cuando el apóstol Juan, sobrecogido de temor, ante el poder
del ángel se postró en tierra para adorarle, éste se
lo impidió rotundamente, diciéndole: «Mira, no lo
hagas porque soy consiervo tuyo … Adora a
Dios» (Ap 22:9). De la misma manera es posible diri- girse
en oración a Jesús
y no sólo es posible, sino que desde su venida
a este mundo es además un mandamiento. Jesús mismo declaró a sus discípulos: «Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre» (Jn 16:24); y «si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14:14). Todo nuestro hablar y
obrar – lo que inclu- ye
también nuestras oraciones – está resumido
en Colosenses
3:17: «Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por
medio de Él». Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Ti 2:5), y por eso podemos
dirigirnos a Él en ora- ción. Esteban,
el primer mártir, nos es descrito como «lleno del Espíritu Santo» (Hch 7:55). Su oración
a Jesús quedó conser- vada: «Señor Jesús, recibe mi espíritu»
(Hch 7:59). Aún mien- tras Jesús vivió en la tierra,
Jesús fue adorado
como Dios y Él lo aceptó: el leproso (Mt 8:2), el ciego de nacimiento (Jn 9:38), y los
discípulos
(Mt
14:33)
se postraron ante Él. Según la Biblia, esta actitud expresa
la forma más elevada de adoración y
veneración. En la
Biblia, sin embargo,
no
hay
referencia alguna que indicara que se ore al Espíritu
Santo.
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