Preguntas acerca de la salvación


 Preguntas acerca de la salvación



D. 1:  ¿Cómo somos salvos; por la fe o por las obras?

El Nuevo Testamento contiene dos afirmaciones que a primera vista parecen contradictorias:

a)  La salvación por la fe: «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley» (Ro 3:28).

b) La salvación  por las obras:  «Vosotros  veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe» (Stg 2:24).

Según las afirmaciones centrales del NT lo que salva es la fe en el Señor Jesucristo (Jn 3:16; Mr 16:16; Hch 13:39; Hch 16:31). Esta fe salvadora no consiste sólo en creer que son verdad ciertos hechos bíblicos, sino en una relación personal con el Hijo de Dios. «El que tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Jn 5:12). Cualquiera que se convierte al Señor Jesucristo experimenta el mayor cambio de su vida. Su nueva manera de vivir y obrar revelarán a cualquie- ra: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14:15)
«vosotros daréis testimonio» (Jn 15:27) «negociad entre tanto que vengo» (Lc 19:13) «Sirviendo al Señor» (Ro 12:11)
«amad a vuestros enemigos» (Mt 5:44) «no paguéis a nadie mal por mal» (Ro 12:17) «no os olvidéis de la hospitalidad» (He 13:2) «de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis» (He 13:16) «apacienta mis ovejas» (Jn 21:17). Una consecuen- cia esencial de la fe que salva, es el servicio en el nombre de Jesús invirtiendo los talentos recibidos. El NT denomina fruto u obra de la fe a tal modo de actuar. El que no obra, por lo tanto, se perderá: «Y al siervo inútil echadle a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mt 25:30). A diferencia de las obras de la fe, las obras de la ley (Gá 2:16) o las obras muer- tas (He 6:1; He 9:14) son las obras de aquel que aún no cree. También aquí hay que tener en cuenta esto: el que dos personas

hagan la misma cosa, no significa necesariamente que sea lo mismo. El contexto de Santiago 2:24 (ver afirmación b) más arriba) muestra que la fe de Abraham redundó en obras concre- tas: él obedeció a Dios, abandonando su patria (Gn 12:1-6) y estando dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac (Stg 2:21). De igual modo, la obra de la (ex-)prostituta Rahab (Stg 2:25), a saber, el rescatar los espías israelitas en Canaán, fue una consecuencia de su fe en Dios (Jos 2:11). Por tanto, queda claro que con la fe están unidas inseparablemente las obras. Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin las obras conse- cuentes está muerta (Stg 2:26). Así que los versículos menciona- dos en a) y b) no son contradictorios; se trata aquí de dos afirma- ciones complementarias (ver principios de interpretación PI 3 y PI 14 en la segunda parte del Apéndice).


D. 2:  ¿Por  qué escogió  Dios  precisamente  el método  de la cruz para la salvación? ¿No sería concebible otro método?

El Antiguo Testamento no menciona de manera directa la cru- cifixión,  pero se nombran  proféticamente  algunos  detalles que sólo pueden referirse a la crucifixión. Así, el Salmo 22:16 declara: «Horadaron mis manos y mis pies»; en Gálatas 3:13, Pablo  aplica  al  Jesús  crucificado  el  texto  de  Deuteronomio
21:23: «Maldito  todo el que es colgado en un madero».  Los romanos adoptaron ese modo de ejecución de los persas: Cice- rón lo consideraba como «un castigo de los más crueles y terri- bles»  y Tácito  como  «el más vergonzoso».  Sin embargo,  la cruz estaba en el plan de Dios: Jesús «sufrió la cruz, menospre- ciando el oprobio» (He 12:2); «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:8). Hay que excluír otras for- mas de ejecución – como el apedreamiento, la decapitación, el envenenamiento o ahogamiento por la analogía que hay entre la caída y la redención: Por un árbol (Gn 2:17 el del conoci- miento del bien y del mal) entró el pecado en el mundo; sobre un árbol debía ser expiado: La cruz del Gólgota es el árbol de la maldición (Gá 3:13): Jesús murió allí deshonrado y excluído de toda comunión humana. Fue maldito.

La ley de Moisés maldice al pecador. Desde la caída, esta mal- dición esta sobre los hombres. Jesús tomó sobre sí mismo en nuestro lugar la maldición de Dios. Ahora el mensaje de la cruz es el mensaje  liberador  para  todos  los  hombres  que  por  su pecado viven de un modo general bajo esa maldición.

El papa Juan Pablo II una vez se refirió a Auschwitz como al Gólgota del siglo XX. En ese sentido, existe hoy día una teolo- gía que considera a Jesucristo como aquel que se hizo solidario con los que también sufren, son torturados y asesinados,  que como  él han  sufrido  y conocido  una  muerte  atroz.  Pero:  la muerte de Cristo en la cruz nunca jamás debe ser comparada con la muerte de otras personas. Ni se debe comparar jamás su cruz con las muchas otras cruces que se erigieron alrededor de Jerusalén o Roma. Por ser la Cruz del Cristo, del Hijo de Dios, tiene otra “calidad” completamente  distinta de la de todas las demás cruces. Cristo no solamente  sufrió la injusticia  de los poderosos en este mundo, sino que fue el único que sufrió la ira de Dios sobre el pecado.  Él solo ha sido el Cordero  del sacrificio que sufrió “por muchos” como sustituto el juicio de Dios. Desde entonces, «la palabra de la cruz» (1 Co 1:18) es el centro de toda predicación cristiana. Por eso Pablo sólo tiene una cosa que comunicar: «a Jesucristo, y a éste crucificado» (1
Co 2:2). A.L. Coghill nos muestra el significado de la cruz en un conocido himno de avivamiento:

“Mirando a Jesús por fe en la cruz, al instante hallarás salvación,
por eso yo miro sólo a Jesús,
a quien el Padre envió por amor,
quien también fue herido en tu favor.”


D. 3:  ¿Cómo  pudo  Jesús  morir  hace  dos  mil  años  por  los pecados que nosotros cometemos hoy?

Dios había concebido el plan de salvación para el hombre caído antes de la creación del mundo (Ef 1:4), porque, al otorgarle el

don de la libertad, Dios no sólo había considerado la posibilidad de su caída, sino que sabía que ocurriría. En principio, Dios habría podido llevar a cabo el plan de salvación por medio del Señor Jesucristo tanto inmediatamente después de la caída como al final de los tiempos; lo esencial es que ese plan se cumpliese una vez (He 9:28). En el primer caso, el precio del rescate habría sido pagado por adelantado; en el segundo, con efectos retroac- tivos. Conocemos ambas modalidades de pago en el mundo del comercio: el pago anticipado o pago diferido. Dios, en su sabi- duría, fijó el mejor momento. En relación con esto leemos en la epístola a los Gálatas: «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo» (Gá 4:4). Los hombres que vivie- ron antes de la venida de Cristo y atendieron a las ordenanzas de Dios de entonces para la salvación, son igualmente salvos por el sacrificio del Gólgota que aquellos que han nacido después y aceptan el evangelio (He 9:15). El aspecto temporal de la obra de salvación ocurrida ya para nosotros se expresa en Romanos
5:8: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que sien- do aún pecadores, Cristo murió con nosotros».

Los mandamientos no existían aún en los tiempos de Abraham o de Job. Esos hombres actuaban según sus conciencias y con- fiaban en Dios. Esto les fue contado por justicia (Ro 4:3). En la época de David, los mandamientos del Sinaí ya existían hacía mucho tiempo. Constituían la norma para ser justificado ante Dios; los pecados eran llevados por los animales sacrificados, pero los sacrificios de animales no podían borrar el pecado (He
10:4).  Anunciaban  meramente  el  sacrificio  que  vendría  en Cristo. Por esta razón el Señor es denominado «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29). Es él quien nos consiguió la expiación definitiva del pecado. Nosotros vivimos en el tiempo del sacrificio ya cumplido. Por eso quedaron abo- lidas las figuras o sombras  (los sacrificios  de animales)  y el perdón nos es otorgado sobre la base del sacrificio perfecto de Cristo, ya cumplido.

D. 4:  ¿No habría sido acaso más productivo que Jesús hubie- se sufrido sólo por los pecados de aquellos que solicitasen el perdón, y no por los pecados del mundo entero?

Según  la ley de Dios,  la paga del pecado  es la muerte  (Ro
6:23). Supongamos que durante toda la historia de la humani- dad, un solo ser humano se hubiese convertido por el evangelio de Jesucristo,  entonces también para aquella sola persona, la muerte es la paga del pecado. El autor se une al pensamiento de Hermann Bezzel, que dijo que el amor de Jesús era tan grande que hubiese llevado a cabo su acto de rescate aunque hubiese habido un solo pecador arrepentido. Pero la obra redentora del Hijo de Dios es de tal dimensión que es suficiente para todos los hombres. Por esta razón Juan el Bautista pudo exclamar:
«He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29). Ahora todo el que quiera puede aceptar el perdón. La historia que sigue ilustra bien esta verdad:

Un rico terrateniente irlandés dio una vez un sermón muy ori- ginal a todos los que trabajaban en sus fincas. Dio a conocer el siguiente anuncio en los lugares más importantes  de sus pro- piedades:

«El lunes próximo, estaré entre las diez y las doce en la oficina de mi casa de campo. Durante  ese tiempo estoy dispuesto  a pagar todas las deudas de mis trabajadores. Se deberán presen- tar las facturas aún sin pagar

Esta oferta insólita fue el tema principal durante los días que siguieron. Algunos lo consideraban como un engaño; otros sos- pechaban  que tenía  que haber  gato encerrado,  porque  nadie había ofrecido jamás tal cosa. Llegó el día anunciado. Numero- sas personas acuden. A las diez en punto, el propietario entra y sin decir una palabra desaparece  tras la puerta de su oficina. Nadie se atreve a pasar. Lo que hacen es discutir con denue- do sobre la autenticidad de la firma y los motivos del jefe. A las once y media, finalmente, una pareja de ancianos llega a la ofi- cina. El anciano, con un atado de facturas en la mano y con voz

temblorosa,  pregunta  a las personas  presentes  si es efectiva- mente allí donde las deudas son pagadas. «Hasta ahora, no ha pagado nada» se mofan de él. «Hasta ahora nadie lo ha intenta- do todavía» –agrega otro– «pero si de verdad cancela las deu- das, entonces volved en seguida e informadnos».  A pesar de todo, la pareja de ancianos se atreve a pasar. El propietario les recibe con amabilidad, suma las cantidades y les da un cheque firmado por valor de la suma total. Cuando se disponen a salir agradecidos de la oficina, les dice: «Por favor, quédense aquí hasta las doce, hasta que cierre la oficina». Los dos ancianos le cuentan que la gente que está esperando fuera quieren oír de ellos  si  la  oferta  es  verdad.  Sin  embargo,  el  propietario  se muestra intransigente: «Vosotros habéis confiado en mi palabra y aquellos que esperan afuera deben hacer lo mismo si desean que  sus  deudas  sean  canceladas».  La  oferta  del  propietario se dirigía a todos sus trabajadores  y su fortuna era suficiente para cubrir las deudas de todo el personal. Pero sólo el matri- monio que confió en su palabra salió libre de deudas.
(Fuente: F. König: “Du bist gemeint” [A ti me refiero], p.127 ss. abreviado)

De igual modo, la muerte de Cristo bastaría para la redención de todas las personas: «Así que, como por la transgresión  de uno (= Adán) vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera, por la justicia de uno (= Jesús) vino a todos los hombres la justificación de vida» (Ro 5:18). La oferta de salva- ción es para todos los hombres y por eso puede ser anunciada a todas las personas. Pero sólo se salvarán los que confiando en la palabra de Jesús se atrevan y le acepten a Él personalmente.


D. 5:  A causa de la muerte expiatoria de Jesucristo, Dios ofrece el pern de pecados a todos los hombres. ¿Por qué no decreta una amnistía general por los pecados de todas las personas?

Debido a la muerte de Jesucristo en la cruz, Dios ofrece la salva- ción a todos los hombres, por eso Pablo pudo predicar en el aerópago de manera tan universal: «Dios, habiendo pasado por

alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hch 17:30). Nin- guna persona en absoluto tiene que perderse a causa de su peca- do. Todo pecador puede ser indultado. Si el apóstol Pablo, que había querido exterminar a la iglesia de Cristo, pudo ser perdo- nado, con mayor razón puede serlo cualquier otro también. De los dos malhechores crucificados con el Señor Jesús, sólo uno fue salvo; el que acudió a él con su culpa. El otro siguió recha- zando y burlándose de Jesús, y con ello permaneció en sus peca- dos. Ahí vemos que Dios no promulga una amnistía general; se atiene a la libre voluntad expresada por cada uno:

«Os he puesto delante la vida (eterna) y la muerte (eterna), la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida (eterna), para que vivas» (Dt 30:19).
«Así ha dicho Jehová: He aquí pongo delante de vosotros camino  de  vida  (eterna)  y  camino  de  muerte  (eterna)» (Jer 21:8).

Cualquiera que busque verdaderamente el perdón lo obtendrá, por grande que sea su transgresión: «Aunque vuestros pecados sean rojos como el carmesí,...» (Is 1:18). Exagerando podría- mos formularlo así: el hombre no se pierde a causa del pecado, sino a causa de su voluntad, es decir, por no querer arrepentir- se. En el cielo de Dios sólo habrá voluntarios;  no habrá allí nadie en alojamiento forzoso.


D. 6:  Yo pienso que después de la muerte habrá todavía una posibilidad  de salvación.  ¿La  gracia  de Dios  tiene  que  ser mayor de lo que usted acaba de exponer?

Esta pregunta se plantea muy a menudo, porque nos conmueve profundamente, si de verdad tememos por la salvación de per- sonas allegadas vivas o ya fallecidas. De hecho surgen muchas preguntas: ¿Cual será el destino

–   de  las  personas  que  sólo  han  oído  de  Jesucristo  de  una manera superficial o desfigurada?

–   de aquellos que en sus iglesias en vez de escuchar las bue- nas  nuevas  del  evangelio   oyeron  discursos  sociales,  a menudo con un gran tinte político, y finalmente terminaron rechazando al cristianismo?
–   de aquellas que tuvieron un barniz religioso, pero vivieron una vida no conforme a las enseñanzas de la Biblia?
–   de las personas que aparentemente no respondieron a nues- tros esfuerzos  evangelísticos,  porque no supimos tocar su corazón o porque no han querido el evangelio?
–   de todos aquellos que fueron educados para ser ateos con- vencidos o que fueron educados en sectas con falsas ense- ñanzas?
–   del gran número de jóvenes de nuestros días a los que justa- mente en las clases de religión de la escuela se les enseña a cuestionar la fiabilidad de la Biblia, y que, por este hecho, nunca más se ocuparán de las cuestiones de la fe?
–   de todas las personas que, independientemente de su voluntad, nunca han tenido la oportunidad de escuchar el evangelio?

Todas estas preguntas han sido motivo de muchas maquinacio- nes, de modo que los más diversos grupos han propuesto res- puestas que, o bien contemplan la posibilidad de salvación des- pués de la muerte, o excluyen categóricamente  la posibilidad de una condenación  eterna. Sólo mencionaremos  como ejem- plo algunas de las numerosas ideas que se contradicen entre sí:

1.  Los partidarios de la reconciliación universal sostienen que después de un tiempo limitado de juicios, todos los hombres, sin excepción serán salvos: tanto Hitler como Stalin, los maso- nes, los nihilistas y los espiritistas (para más detalles ver [G3, p.107-108]).

2.  La Iglesia Católica  enseña que las almas de los difuntos que aún necesitan ser purificadas, pasan por el Purgatorio antes de ser admitidos en el cielo. Esta doctrina la fomentaron sobre todo Agustín y el papa Gregorio el Grande. La suposición de que se podía abreviar los sufrimientos  de las «pobres almas» del Purgatorio mediante la intercesión de los vivos dio origen,

en la Edad Media, al comercio de las Indulgencias y a la fiesta del Día de Todos los Santos en el calendario católico.

3.  Los Mormones tienen la posibilidad de hacerse bautizar por los muertos para obtener la salvación de los no creyentes, aun habiendo vivido hace varias generaciones.

4.  Según  la  doctrina  de  los  Testigos  de  Jehová,  no  hay  ni infierno ni cielo para las personas, excepto para los 144.000. Para los seguidores de este movimiento está prevista una tierra totalmente renovada en vez de gozar de una comunión eterna con Dios el Padre y su Hijo Jesucristo en el cielo. Los demás permanecen  en la tumba, o los muertos pueden ser liberados por medio del así llamado “sacrificio de rescate”.

5.  La  Iglesia  Neo-Apostólica  ha  instaurado  un  «ministerio para los muertos» en el que los apóstoles nombrados por esa Iglesia pueden ejercer su influencia hasta en el mundo de los muertos. Los apóstoles suyos ya fallecidos son los que hacen de mediadores para procurar a los que están en el más allá los dones de salvación obtenidos en esta vida. Ellos prosiguen su “obra de rescate” en el más allá.

6.  Otros grupos defienden  la enseñanza  de que aquellos que han creído en Jesucristo irán al cielo, mientras que los incrédu- los serán definitivamente  aniquilados, de modo que no existi- rán más.

7.  Apoyándose en 1 Pedro 3:18-20, algunos exégetas piensan que habrá predicación del evangelio en el reino de los muertos con el objetivo de su salvación (tratado con más detalle en [G3, p.146-153])

Con toda su buena intención,  todos estos conceptos  intentan dar una esperanza a los grupos de personas antes mencionadas. Pero no nos ayudan todas estas especulaciones, así que vamos a preguntar a Aquel que es el Único que puede ayudarnos en esto: Dios en su Palabra. Así pues, hay que examinar los textos

bíblicos, para ver si hay una posibilidad de salvación después de la muerte. Como se trata de un asunto de suma importancia, podemos estar seguros de que Dios en la Biblia no nos deja en la incertidumbre (compárese con el principio P51 en la primera parte del Apéndice).  De la misma manera la Escritura única- mente nos ayudará a reconocer las falsas doctrinas para no ser seducidos por ellas.

1.  Después de la muerte viene el juicio: A la luz de la Biblia, todas las ideas que proponen la posibilidad  de una salvación aún después de la muerte, sólo son el producto de la imagina- ción desenfrenada  del hombre, porque «está establecido  para los hombres que mueran una sola vez y después de esto el jui- cio» (He 9:27). Esto es válido para todos indistintamente,  ya sea que hayan tenido oportunidad de entrar en contacto con el evangelio de alguna manera, o que nunca lo hayan escuchado.
«Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo» (Ro
14:10). Este juicio, Dios lo ha entregado a su Hijo. No se juz- gará lo que haya ocurrido al otro lado de la muerte, sino sólo únicamente  lo que se haya hecho en esta vida aquí y ahora.
«Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos  ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya  hecho  mientras  estaba  en  el  cuerpo,  sea  bueno  o  sea malo» (2 Co 5:10). Nadie está exento de ese juicio: creyentes, indiferentes, librepensadores, seducidos, paganos... en otras palabras: el mundo entero (Hch 17:31).

2.  Los criterios del juicio: Los criterios del juicio divino no son arbitrarios; no habrá preferencias ni discriminaciones  (1 P
1:17; Ro 2:11). Dios nos ha dado a conocer las normas de las que se servirá: sólo seremos juzgados según las leyes reveladas en la Biblia. «La palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero» (Jn 12:48). Resumamos los principales criterios de la Escritura:

a)  Según la justicia de Dios: Podemos estar seguros de que:
«Dios no hará injusticia y el Omnipotente no pervertirá el dere- cho» (Job 34:12), porque Dios es un juez justo (2 Ti 4:8). No

habrá distorsiones ni alteraciones, porque actuarán la verdad y la justicia: «Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos» (Ap 16:7).

b) Según lo que nos haya sido confiado: Todos los hombres son diferentes; no hay dos iguales. Y a cada uno se le ha con- fiado diferente medida. Comparados con las personas que pudieron oír el evangelio, los paganos que no han sido evange- lizados tienen un conocimiento  inferior acerca de Dios, pues sólo le conocen por la creación (Ro 1:20) y por su conciencia (Ro 2:15). Un rico tiene otras posibilidades de hacer el bien y de ayudar a la extensión del evangelio que un pobre. Aquel que ha recibido más capacidad  intelectual  también tiene una res- ponsabilidad  especial.  Dios  tendrá  igualmente  en considera- ción si una persona tuvo que vivir bajo una dictadura con numerosas  restricciones  o si pudo actuar en un país libre. El Señor dice en Lucas 12:48: «Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará: y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá».

c)  Según  nuestras  obras:  Dios conoce  las acciones  de cada uno y «pagará  a cada uno conforme  a sus obras»  (Ro 2:6). Obras son tanto las que haya hecho (Mt 25:34-40), como las que no haya llevado a cabo (Mt 25:41-46). Las obras de todos los humanos están escritas en los libros de Dios y constituyen la base para la evaluación en el juicio (Ap 20:12-13).

d) Según nuestro fruto: Todo lo que realizamos en el nombre de Jesús (Lc 19:13) –nuestra conducta y nuestra obra– es conside- rado por la Biblia como fruto que permanece (Jn 15:16). Este es un criterio para nuestra evaluación en el juicio (Lc 19:16-27). Mientras que las obras muertas se quemarán (1 Co 3:15), todas las que permanezcan serán recompensadas (1 Co 3:14).

e)  Según nuestro amor: El amor es un fruto especial, porque es el mayor (1 Co 13:13); es el cumplimiento  de la ley (Ro
13:10). Aquí se refiere a todo lo que hemos hecho por amor a
Dios (Mt 22:37) y en amor a Cristo (Jn 21:15). Hay que distin-

guir entre el amor desinteresado  y el amor calculado egoísta:
«Porque  si amáis  a los que os aman,  ¿qué recompensa  ten- dréis?» (Mt 5:46). Simón el fariseo había invitado a Jesús a su casa, pero no le dio ni siquiera agua para que se lavase los pies (Lc 7:44). La mujer pecadora en cambio, ungió sus pies con un precioso perfume. Ella recibió amplió perdón, por eso mostró mucho amor a Jesús (Lc 7:47). El amor es un fruto del Espíritu (Gá 5:22); tiene una importancia para la eternidad.

f)  Según nuestras palabras: Jesús subrayó el carácter decisivo de nuestras palabras en cuanto a la eternidad. De este aspecto del juicio quizá es del que menos conciencia tenemos: «Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás  justificado  y  por  tus  palabras  serás  condenado»  (Mt
12:36-37).

g)  Según nuestra responsabilidad: Dios nos ha creado con una personalidad preparada para asumir responsabilidad.  Dios nos ha concedido un radio muy amplio de libertad en el que noso- tros  mismos  somos  responsables.  También  en el caso  de la seducción  somos  responsables  de nuestros  actos. Aunque  la desobediencia  de Adán no ocurrió deliberadamente,  sino por- que fue seducido, no obstante, tuvo que asumir las consecuen- cias. Puesto que la seducción en materia de fe lleva a la perdi- ción, las advertencias bíblicas al respecto son particularmente insistentes  (Mt 24:11-13;  Ef 4:14; Ef 5:6; 2 Ti 2:16-18). Por eso, nunca se deben tener en poco las enseñanzas erróneas de las sectas por la gravedad de sus consecuencias.

h) Según  nuestra  actitud  hacia  Jesucristo:  Pero  lque  será determinante en el juicio es nuestra relación personal hacia el Hijo de Dios: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Jn 3:36). El pecado ha traído la condenación sobre toda la humanidad (Ro 5:18). El único medio de escapar a esta condenación es nuestra unión a Cristo: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro 8:1).

3.  La sentencia en el juicio: Todo ser humano será juzgado individualmente  conforme a los criterios precedentes. Ningún aspecto de su vida se pasará por alto. ¿Cuál será el resultado final? La humanidad será dividida en dos grupos, como lo dice Jesús invitando a sus oyentes a escoger la vida: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el cami- no que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lle- va a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mt 7:13-14).
No existe «término medio», «vía intermedia» para los indeci- sos; no hay tampoco un lugar de destino neutro, entre el cielo y el infierno. Al final de los tiempos, como ya podemos constatar en esta vida, habrá sólo la distinción entre salvados y perdidos. A los primeros, el Señor dirá: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado  para vosotros  desde la fundación del mundo» (Mt 25:34), mientras que los segundos oirán estas terribles palabras: «Os digo que no de dónde sois; apartaos de todos vosotros» (Lc 13:25, 27). Habrá entre estos últi- mos no sólo paganos y librepensadores, sino igualmente perso- nas  que  conocían  el  evangelio  de  nuestro  Señor  Jesucristo, pero  que  no  le sirvieron  en  obediencia.  Espantados  por  las palabras del Señor, exclamarán: «Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste» (Lc 13:26).

4.  Nuestra respuesta: Después de la muerte no existe, según la  Biblia,  ninguna  posibilidad  de  salvación.  La  decisión  se toma en esta vida, por eso dice el Señor Jesús: «Esforzaos  a entrar por la puerta angosta» (Lc 13:24). En el Día del Juicio, serán abiertos los libros de Dios con todos los detalles de nues- tros hechos  durante  nuestra  vida terrenal  (Ap 20:12).  ¡Feliz aquel cuyo nombre esté inscrito en el Libro de la Vida! Las religiones  no cristianas no tienen ningún poder de salvación. No sabemos cuantos serán salvos de entre los que jamás oye- ron las buenas nuevas, pero que, no obstante, anhelaban encon- trar a Dios (Hch 17:27) y buscaban  la vida eterna (Ro 2:7). Pero en cuanto a nosotros, que hemos escuchado el evangelio, no tendremos excusa ni escapatoria (He 2:3), si dejamos a un lado la salvación. Hemos tenido la oportunidad de ser salvos.

En el apéndice (1ª parte, punto 10) está explicado más en deta- lle como se puede aceptar esta salvación.


D. 7:  ¿Cuál es el destino de los niños que han muerto de corta edad, antes de haber podido tomar una decisión? ¿Qué sucede con los embriones abortados intencionadamente y con los enfermos mentales? ¿Están perdidos?

La pregunta fundamental aquí es: ¿A partir de qué momento hay que considerar al embrión como un ser humano? Si damos cré- dito a las corrientes del mundo secular, se tiene la impresión que ese momento se deja a la libre interpretación de cada uno, o a la legislatura del estado. Pero si buscamos una respuesta fiable acerca del comienzo de un ser humano, la hallamos en la Biblia. La creación individual de una persona comienza en la concep- ción, en el momento en que el espermatozoide del padre fecunda el óvulo de la madre. El Creador interviene de manera directa en el desarrollo de cada embrión: «Porque tú formaste mis entra- ñas; tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré, porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien» (Sal 139:13-14). Cuando Dios llama a Jeremías, le declara que le conocía como persona aún antes de su nacimiento, y que le había escogido para una misión especial:
«Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacie- ses te santifiqué, y te di por profeta a las naciones» (Jer 1:5).

Retengamos esto: Desde el principio, el hombre es un indivi- duo y según numerosos textos bíblicos es una criatura eterna cuya existencia nunca terminará (Lc 16:19-31; He 9:27).

Pero ¿dónde va el hombre después de haber cruzado el valle de la muerte? La cosa está clara para todos aquellos que han escu- chado el evangelio y que estaban en condiciones de tomar una decisión. También la voluntad de Dios está clara: «Es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento»  (2 P 3:9). La salvación o condenación dependen, por consiguiente, únicamente de nues-

tra voluntad. Tenemos la libertad de ir al cielo o al infierno. Podemos escoger entre los dos caminos (Dt 30:19; Jer 21:8).

Pero las personas a las cuales alude la pregunta no tienen una voluntad para hacer una elección tan importante.  En la Edad Media se fraguó la falsa doctrina según la cual las alma de los niños no bautizados y fallecidos a corta edad iban a la conde- nación. Esta enseñanza no es bíblica, pues pretende que el bau- tismo puede salvar a los menores o los que no tienen racioci- nio. Según las enseñanzas centrales de la Biblia, sin embargo, no es el bautismo el que tiene poder para salvar, sino la fe en el Señor Jesucristo (Hch 16:31). Para contestar la pregunta plan- teada, no nos ayuda el bautismo de los niños, que además no se puede administrar a los fetos abortados. La solución la encon- tramos  en  la  norma  de  Dios:  «Dios  no  hará  injusticia  y el Omnipotente no pervertirá el derecho» (Job 34:12), porque sus juicios son absolutamente  justos (Ap 16:7) y se llevan a cabo de forma imparcial (1 P 1:17; Ro 2:11). Tenemos, por consi- guiente, la certeza que las personas mencionadas en la pregun- ta no serán condenadas.  Ellos no tienen ninguna culpa de su destino. Cuando las madres llevaron sus niñitos (y probable- mente también a bebés) a Jesús, los discípulos lo consideraban como  una molestia  inútil  para el Señor,  que estaba  fatigado después de una dura jornada. Pero en esa ocasión Jesús destaca a los niños de manera especial como herederos del Reino de los Cielos: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios» (Mr 10:14).


D. 8:  ¿No estaba predestinado Judas para traicionar a Jesús para que así fuese posible la salvación?

Tenemos que tener presente una cosa: fue Jesús, y no Judas, quien hizo posible la salvación.  Fue necesaria  la muerte del Señor Jesús, para proporcionar al hombre la salvación. Un hom- bre completamente  sin pecado debía tomar sobre el juicio sobre el pecado en lugar del pecador. Conforme al designio de Dios, Jesús «fue entregado por nuestras transgresiones, y resuci-

tado para nuestra justificación» (Ro 4:25). Desde la determina- ción hasta la realización de la crucifixión de Jesús hubo muchas personas implicadas en el acto, tanto judíos como romanos: el Concilio  Judío en Israel (Mr 14:64), la multitud  reunida (Jn
19:7; Hch 13:28), Pilato (Mr 15:15) y los soldados romanos (Mr
15:24). Con su traición, Judas también fue un eslabón de esa cadena. Pero Dios no le «obligó» a entregar al Señor, lo hizo por su propia y libre decisión. El que el Señor Jesús supiera ya antes de  ocurrir  que  Judas  lo  entregaría  de  manera  voluntaria  (Jn
13:21-30) y que en el Antiguo Testamento esté profetizado con notables detalles (Zac 11:12-13) es debido a la omnisciencia de Dios, pero no a una compulsión. Es difícil discernir claramente por los textos bíblicos los motivos que llevaron a Judas a traicio- nar a su Maestro. Heinrich Kemner, fundador del centro de for- mación evangélica de Krelingen (Alemania), incluso formuló la posibilidad de que Judas quería meter a Jesús en esa situación tan delicada para que demostrara ya de una vez su poder en Isra- el. Judas después no podía imaginar que Jesús se dejaría matar sin defenderse. Aunque muchas personas estuvieron directa- mente involucradas en la muerte del Hijo de Dios, sin embargo, ellas no fueron en realidad los que la causaron, porque Jesús murió a causa de los pecados de toda la humanidad. Cada uno de nosotros ha contribuido a la muerte de Cristo, porque «Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el cas- tigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados» (Is 53:5).

La negación  de Jesús por parte de Pedro, ante una sirvienta insignificante, se puede comparar a la traición de Jesús por par- te de Judas. La diferencia fundamental entre esos dos hombres no  reside  en  su  pecado,  sino  en  el arrepentimiento.  Porque Pedro lamentó amargamente y se arrepintió de haber negado a Jesús (experimentó  «tristeza según Dios» 2 Co 7:10) obtuvo perdón. También Judas hubiese obtenido perdón si le hubiese buscado en el lugar adecuado:  en Jesús. Pero no volvió a su Señor; por ello permanece el «A sobre su acto: «A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!» (Lc 22:22).

D. 9:  ¿Puedo aún traer un niño al mundo, si la probabilidad de que se pierda es de un 50%? (Pregunta de una mujer joven, recientemente llegada a la fe)

Ante el aumento de la contaminación  y los riesgos crecientes de guerra en un mundo excesivamente armado, muchas parejas ya no quieren traer hijos a este mundo. En la mayoría de los países industrializados, la tasa de crecimiento de la populación es tan baja que la cifra de nacimientos es apenas superior a las defunciones; en la República Federal de Alemania (sin contar los estados federados que se añadieron con la reunificación) la tasa es incluso negativa, de modo que hasta finales de siglo, la población se reducirá de 61 a 59 millones. Lutero, sin embargo, expresa otra manera de ver las cosas con la respuesta que dio a la conocida pregunta que qué haría él si mañana viniera el fin del mundo: «Yo plantaría un manzano».

Pero la pregunta planteada refleja un gran sentimiento de res- ponsabilidad,  pues no sólo tiene en cuenta la eternidad,  sino que le da prioridad por encima de todas las demás considera- ciones. Para contestar la pregunta hay que aclarar primero dos cuestiones diferentes: ¿Qué nos dice la Biblia acerca del núme- ro de hijos? y ¿cómo responde a la pregunta sobre la salvación de nuestros hijos? Según el orden creacional de Dios, fuimos creados como hombre y mujer; el primer cometido que Dios dio al hombre  fue «Fructificad  y multiplicaos»  (Gn 1:28)  y nunca ha sido anulado. La capacidad de concebir y de dar a luz hijos es un don que Dios otorga al hombre, y los hijos mismos también  lo son: «He aquí, herencia  de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre» (Sal 127:3). La Biblia con- sidera como una bendición especial tener un gran número de hijos: «Bienaventurado  el hombre que llenó su aljaba en ellos (de hijos)» (Sal 127:5); «Tu mujer será como la vid que lleva fruto a los lados de tu casa; tus hijos como plantas de olivo alrededor de tu mesa. He aquí que así será bendecido el hom- bre que teme a Jehová» (Sal 128:3-4). Dios no sólo nos da los hijos,  sino  que  se preocupa  de que  se les  eduque  para  que confíen en Él:

«Por tanto, pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros  hijos,  hablando  de ellas cuando  te sientes  en tu casa,  cuando  andes  por  el camino,  cuando  te acuestes  y cuando te levantes» (Dt 11:18-19).

Si  seguimos  este  consejo  de  Dios  cosecharemos  los  frutos:
«Instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará  de él»  (Pr  22:6).  Podemos,  por  consiguiente,  tener hijos sin temor, porque si les damos esta educación, llegarán a la fe y serán salvos. Está en vigor esta gran promesa de Dios:
«Yo amo a los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan.» (Pr 8:17). Dios ama de manera especial a los jóvenes que se vuelven a Él: «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de en el desierto, en tierra no sembrada» (Jer 2:2).

Como  creyentes,  podemos  tener  hijos  sin temor,  ¡porque  la posibilidad de que se pierdan no es 50:50! La promesa de Dios está sobre ellos, si les instruimos bíblicamente. La experiencia de muchas parejas creyentes prueba que los hijos encontraron el camino de la fe si desde pequeños se les instruyó bíblica- mente.


D. 10:    En la Biblia tenemos la cuestión de la elección del hombre por Dios. Si desde la misma eternidad unos están des- tinados a la salvación y otros a la perdición, ¿podemos todavía hablar de libre albedrío?

Sobre todo Agustín y Calvino son los más conocidos represen- tantes de la doctrina de la predestinación. Se trata de una doc- trina que parte de la predeterminación divina, según la cual las personas o bien están destinadas a creer o a ser incrédulos, a salvación, o a la perdición. Por esta doble posibilidad se habla de la “doble  predestinación”.  Hay que examinar  este pensa- miento a la luz de la Biblia.

Ya resaltamos en preguntas anteriores la libertad del hombre con respecto a su decisión. Esto podría dar la impresión de que el úni- co que actúa es el hombre mientras que Dios en este asunto per- manece pasivo. Pero esto no está en conformidad con el testimo- nio bíblico. En Romanos 9:16, 18 leemos: «Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericor- dia de manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece». Aquí el énfasis está claramente en la acción de Dios. Dios también es libre. El hombre está en la mano libre de Dios que le puede moldear como el alfarero al barro: «Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así? O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshon- ra?» (Ro 9:20-21). No tenemos, por consiguiente, ningún dere- cho a la salvación. La libre decisión del hombre va siempre unida con la libre elección por Dios. La idea de la elección está sólida- mente afianzada en los siguientes textos bíblicos:

Mateo 22:14: «Porque muchos son llamados, y pocos escogidos.» Juan 6:64-65:  «Pero  hay algunos  de vosotros  que no creen. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar y dijo: Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre.» Efesios 1:4-5: «Según nos escogió en él (= Jesús) antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adop- tados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad.»
Romanos 8:29-30: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos herma- nos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.»
Hechos  13:48:  «Los  gentiles,  oyendo  esto, se regocijaban  y glorificaban  la palabra  del  Señor,  y creyeron  todos  los  que estaban ordenados para vida eterna.»

Para comprender  bien la doctrina  bíblica  de la elección,  los siguientes aspectos son de importancia fundamental:

1.  El momento: La elección ocurre en una época muy remota, muy anterior  a nuestra  existencia:  antes de la fundación  del mundo (Ef 1:4), antes de nuestro nacimiento (Jer 1:5), y desde el principio (2 Ts 2:13).

2.  El servicio:  La elección  implica  siempre  el servicio  para Dios. Así, por ejemplo, Dios escogió a Salomón para construir el templo (1 Cr 28:10), a la tribu de Leví para el sacerdocio (Dt
18:5);  Jesús  escoge  a los  discípulos  para  el apostolado  (Lc
6:13; Hch 1:2); Pablo es elegido como «instrumento escogido» para llevar el evangelio a los gentiles (Hch 9:15); y todos los creyentes son escogidos para llevar fruto (Jn 15:16).

3.  La  elección  es sin  preferencias:  Dios  no escoge  por  los méritos o criterios humanos. Al contrario, Dios mira lo que es pequeño e insignificante:  Israel era el más pequeño entre los pueblos  (Dt  7:7),  Moisés  no  tenía  facilidad  de  palabra  (Ex
4:10), Jeremías se consideraba demasiado joven (Jer 1:6) y la Iglesia de Jesucristo está compuesta esencialmente por los insignificantes de este mundo (1 Co 1:27-28).

4.  Para salvación, nunca para perdición: ¿Cuál es la voluntad de Dios, nuestra salvación o nuestra perdición? Dios nos dice claramente su intención: «Como el pastor que se preocupa por sus ovejas cuando están dispersas, así me preocuparé yo de mis ovejas; las rescataré de los lugares por donde se dispersaron» (Ez 34:12 Dios habla hoy). Jesús resume el motivo de su veni- da a este mundo en una frase: «Porque el Hijo del Hombre ha venido  para salvar lo que se había perdido»  (Mt 18:11).  En Jesucristo, Dios vino a buscar a los hombres para ganarles para la vida eterna. La voluntad de Dios es la salvación de toda la humanidad: «El cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Ti 2:4). Esta volun- tad de Dios  también  está  revelada  en 1 Tesalonicenses  5:9:
«Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar sal-

vación por medio de nuestro Señor Jesucristo». Va quedando claro, que en la Biblia se halla una estrecha e inseparable rela- ción entre la elección y la salvación, pero nunca hay tal vínculo entre la elección y la condenación. Así que Dios no escoge a nadie para la perdición. Si Dios endureció el corazón de Fara- ón, no fue porque  lo hubiera  determinado  antes de su naci- miento, sino solamente por su terca actitud pagana. Una y otra vez la Biblia testifica que hay un «demasiado tarde», pero en ninguna  parte enseña una predestinación  para el infierno. Al hacer  decapitar  a Juan  el  Bautista,  Herodes  había  rebasado cierto límite, de modo que no podía ya ‘oír la voz de Dios’, por lo cual Jesús dejó de contestarle (Lc 23:9).

Retengamos esto: Ambos principios son válidos (afirmaciones complementarias): Dios elige a hombres para salvación. Sin embargo, el hombre es responsable de aceptar para sí la salva- ción. Cuando el hijo pródigo llevó a cabo su decisión “Me levan- taré e iré a mi padre (Lc 15:18), su padre salió a su encuentro para acogerle (Lc 15:20). Si aceptamos la salvación por una deci- sión libremente ejercida, entonces se cumple en nosotros la pro- mesa de Dios: «Con amor eterno te he amado» (Jer 31:3) y te escogí «antes de la fundación del mundo» (Ef 1:4). Mucho antes de que nosotros nos decidiéramos por Dios, Él se decidió por nosotrosDios espera y respeta nuestra decisiónpero sin su misericordia no podríamos ser aceptados (Ro 9:16). Sólo Dios sabe en cuántas personas obraron juntamente la elección divina (Fil 2:13) y la voluntad libre del hombre (Fil 2:12).


D. 11: ¿Puede usted darme argumentos científicos que prueben la existencia del infierno? (pregunta de una alumna de instituto)

El campo de la ciencia tiene límites bien definidos que a menu- do se pasan por alto. Las posibilidades  de conocer y explicar procesos sólo se limitan a fenómenos mensurables del mundo material. Cuando los fenómenos no pueden ser medidos ni expresados  en  cifras,  las  ciencias  no  pueden  explicar  nada acerca  de ellos.  Las ciencias  naturales,  por consiguiente,  no

deben traspasar  sus propios límites, de lo contrario  dejan de serlo y se rebajan al rango de las especulaciones.  Ésta es la razón por la cual las ciencias no son ninguna fuente de infor- mación para conocer algo acerca del origen o el fin del mundo. Del mismo modo, ninguna ciencia puede dar respuestas acerca de lo que acontece al otro lado de la muerte.

Pero aunque la ciencia no nos puede decir nada acerca de la existencia del infierno, no obstante, existe un lugar único capaz de darnos certidumbre sobre esta cuestión: en la cruz del Gól- gota podemos ver la realidad del cielo y del infierno. La cruz es la que mejor interpreta  las Escrituras.  Si todos los humanos entraran automáticamente  al cielo, la cruz hubiera sido super- flua. Si hubiera habido otra religión u otro medio para dar la salvación,  Dios no habría consentido  que Su amado Hijo se desangrara en la cruz. Por eso podemos leerlo claramente en la cruz:  el infierno  existe  verdaderamente.  El Señor  Jesucristo hizo todo para que fuéramos librados del infierno. Sin la obra del Gólgota, estaríamos todos destinados a la condenación (Ro
5:18). Podríamos resumir la obra de la cruz en la siguiente fra- se: «¡Aquí salva el Hijo de Dios del infierno!»  Nunca se ha hecho cosa mayor en favor de los hombres que en la obra del Gólgota.  El  Señor  Jesús  predicó  encarecidamente   sobre  el amor y la misericordia, la gracia y la justicia, invitando a sus oyentes  al cielo,  pero habló  también  con particular  seriedad sobre el infierno. Lo describe como un abismo sin fondo, un lugar donde «el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga»  (Mr 9:44), un lugar de «castigo  eterno»  (Mt 25:46). Conociendo esta realidad, Él nos avisa con una intensidad vehemente insuperable, para que no terminemos en ese lugar:

«Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor es que se pierda uno de tus miem- bros,  y  no  que  todo  tu  cuerpo  sea  echado  al  infierno» (Mt 5:29).
«Mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos  manos  o  dos  pies  ser  echado  en  el  fuego  eterno» (Mt 18:8).

E. Preguntas acerca de las religiones



El carácter de las religiones: Mirando las obras de la creación, cualquiera puede concluir que tiene que haber un Creador (Ro
1:19-21). Desde la caída, la conciencia testifica al hombre que está separado de Dios, y que vive de manera pecaminosa: «Mos- trando (los gentiles), la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos» (Ro 2:15). Así, todos los pueblos han inten- tado restablecer la unión con Dios por medio de su propio modo de pensar y su propia voluntad, desarrollando de esta manera las más variadas religiones. La palabra religión proviene del latín religio (= diligencia, temor de Dios), que probablemente se deri- va de la palabra re-ligare que significa «volver a unir». Esta rea- nudación se procura esencialmente por medio de dos caracterís- ticas típicas  que encontramos  en todas  las religiones:  por la observancia de diversas prescripciones inventadas por los hom- bres (sacrificios rituales, por ejemplo), y por objetos a los cuales se les confiere una importancia particular (estatuillas en el budismo, molinos de oración, la Caaba en la Mecca). En lo sucesivo denominaremos «religión» a todos los esfuerzos huma- nos para llegar a Dios. El evangelio, sin embargo, hace todo lo contrario: Dios mismo actúa y sale al encuentro del hombre. Ésta es la razón por la que no denominamos religión al camino bíblico (tratado con más detalle en [G3]).


E. 1: Hay tantas religiones. Es impensable que todas sean fal- sas. ¿No es pretencioso  el cristianismo  al afirmar  que es el único camino a la vida eterna?

Ninguna religión salva, ni siquiera la cristiana si se comporta como una religión. Hay un solo Dios, y es aquel que creó el cie- lo y la tierra. Sólo la Biblia habla de ese Dios. Y por eso sólo Él puede decirnos concluyentemente  lo que puede salvarnos. Si hubiese alguna religión capaz de salvarnos de la perdición eter-

na, Dios nos lo habría dicho. Pero en tal caso la muerte de Jesús en la cruz no habría sido necesaria. Pero puesto que el sacrificio del Gólgota se hizo, era absolutamente necesario para la salva- ción. La cruz de Jesús, por consiguiente, nos muestra claramen- te que no había un método más ‘barato’ para expiar el pecado ante el Dios santo. Dios juzgó nuestro pecado en la muerte de Jesús en la cruz, de modo que la única forma de ser salvo consis- te en volvernos personalmente a Jesucristo y entregarle nuestra vida. En todas las religiones, el hombre tiene que salvarse a sí mismo en base de sus propios esfuerzos; según el evangelio, en cambio, Dios lo ha hecho todo por medio de su propio Hijo, y el hombre  sólo  tiene  que  recibir  la  salvación  por  fe.  Por  eso Hechos 4:12 dice tan categóricamente: «Y en ningún otro [que en Jesús] hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cie- lo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos». Fuera de Jesús, no existe ningún puente al cielo.

Todas las religiones son meros espejismos engañadores  en el desierto de una humanidad perdida. Al que se está muriendo de sed no le ayudará el espejismo de una fuente de agua. De la misma manera, la tolerancia  hacia todas las creaciones  de la imaginación humana finalmente conduce a la muerte (Pr 14:12). El ser humano necesita agua fresca. La Biblia señala con toda claridad  al único oasis verdadero,  a la única oportunidad  de sobrevivir, a Jesucristo:

«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al
Padre, sino por mí» (Jn 14:6).
«Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (1 Co 3:11).
«El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Jn 5:12).


E. 2: ¿Los cristianos  y los musulmanes  no oramos  todos al mismo Dios? (Pregunta de un musulmán).

«Permítame contestarle con una pregunta: ¿Es su dios Alá, el
Padre de Jesucristo?» «No, Alá no tiene Hijo. ¡Eso sería una

blasfemia»! – «Ve usted, entonces su Dios y el mío no es el mis- mo». Considerando el gran número de religiones, muchos otros también se plantean el asunto de la tolerancia: al fin y al cabo,
¿no veneran todas al mismo Dios? Ya en los tiempos del Anti- guo Testamento, el Dios de la Biblia testifica ser el único: «Yo soy el primero, y yo soy el postrero, y fuera de no hay Dios» (Is 44:6); «Yo, yo Jehová, y fuera de no hay quien salve» (Is
43:11). Este Dios vivo es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Mt 22:32); es el Padre de Jesucristo (Mr 14:36a). He aquí las grandes diferencias entre Alá y el Padre de Jesucristo:

1. La relación entre Dios y los hombres: en el Islam, Dios no se revela. Permanece  lejano, inaccesible.  La exclamación  cons- tante «Allahu akbar» – Dios es siempre el más grande – mani- fiesta: el hombre no puede entablar una relación personal con él; Alá permanece siempre en el otro mundo, es semejante a un gran soberano oriental que está sentado sobre su trono muy por encima de sus súbditos.

2. La relación  Padre-Hijo:  las nociones  de filiación  (somos hijos de Dios) y de paternidad (Dios es nuestro Padre: «Abba, Padre» Ro 8:15) no sólo son incomprensibles  para el musul- mán, sino que incluso son una blasfemia para él, porque Alá está totalmente separado de este mundo.

3. Dios como hombre:  la encarnación  de Dios en Jesucristo constituye el acontecimiento central de la historia bíblica de la salvación. Dios no sólo anduvo entre nosotros, sino que tomó nuestros pecados sobre sí al morir en la cruz. La salvación del hombre que resultó de este hecho permanece  incomprensible para el Islam.

4. La misericordia y el amor de Dios: Dios paga un precio incre- íblemente elevado para poder mostrarse misericordioso con el pecador. «Pusiste sobre la carga de tus pecados, me fatigaste con tus maldades» (Is 43:24). Dios es misericordioso con noso- tros, porque nos ha rescatado a un gran precio (1 Co 6:20; 1 P
1:19). La misericordia de Alá no cuesta nada; es arbitraria.

5. Dios es nuestra confianza: en el Islam es inconcebible que un Dios pueda ofrecer abrigo, seguridad, paz y seguridad de la salva- ción. «Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida… nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ro 8:38-39). Para el Islam, es inconcebible que Dios pueda humillarse a sí mismo hasta la muerte en la cruz; inconce- bible el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones e incon- cebible también el regreso del Señor Jesús con poder y gloria.

Es cierto que, aquí y allá, el dios el Corán y el Dios de la Biblia se parezcan verbalmente. Pero un examen más cuidadoso muestra que ambos no tienen nada en común. Por eso no oran al mismo Dios los musulmanes y los cristianos.


E. 3: ¿Como puedo reconocer que el evangelio no es una reli- gión, sino de origen divino?

Algunas notables diferencias entre las religiones y el evangelio nos pueden ayudar en la búsqueda de la verdad:

1. En todas las religiones, el hombre se esfuerza por alcanzar a Dios,  pero  nadie  de los que  buscan  así ha podido  testificar honestamente:  «He  hallado  una  relación  personal  con  Dios, tengo paz en mi corazón, mi culpa ha sido perdonada, tengo la seguridad  de la vida eterna».  En el evangelio  de Jesucristo, Dios se vuelve hacia nosotros. Con la cruz franquea el abismo del pecado y nos da la salvación. Cualquiera que acepta la sal- vación puede confesar: «Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida… nos podrá separar del amor de Dios» (Ro 8:38-39).

2. Las  profecías  del Antiguo  Testamento  que  anunciaban  la venida del que traería la salvación se han cumplido al pie de la letra (Gn 3:15, Nm 24:17, Is 11:1-2, Is 7:14, etc.). En ninguna religión hay semejantes profecías con anuncio y cumplimiento.
3. Dios ha condenado  a todas las religiones como idolatría y magia (1 Co 6:9-10; Ap 21:8). Ninguna de las muchas religio- nes puede salvar (Gá 5:19-21). Si hubiese una capaz, Jesús nos

la hubiese aconsejado y no hubiese tenido que sufrir la muerte amarga en la cruz. Pero el Hijo de Dios fue a la cruz para obte- ner la única posibilidad de salvación. Y por consecuencia dice:
«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura».

4. Dios certificó el sacrificio de Cristo con su resurrección de entre los muertos (Ro 4:24-25). Es la única tumba vacía de la historia  del mundo  que permanece  vacía: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resuci- tado»  (Lc  24:5-6).  Todos  los  fundadores  de  religiones  han muerto  y  han  permanecido  en  la  muerte.  Sólo  Cristo  pudo decir: «porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Jn 14:19).

5. En todas las religiones, el hombre se esfuerza por lograr su salvación por medio de sus obras. El evangelio, en cambio, es la obra de Dios (Is 43:24b; Jn 3:16). El hombre no puede con- tribuir nada a la obra de salvación cumplida en el Calvario.

6. Las religiones parten de una imagen del hombre equivocada y de la misma manera se hacen una imagen falsa de Dios. Sólo la Biblia nos dice quien somos y quien es Dios. Nosotros mis- mos no somos capaces de cambiarnos de tal manera que pudié- ramos agradar a Dios, porque estamos «destituidos de la gloria de Dios» (Ro 3:23).

7. En ninguna religión Dios abandona  el cielo para salvar al hombre. En Jesús, Dios se hizo hombre: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Jn 1:14).

Por eso, Jesucristo no es una alternativa a la religión. Él es su revocación y rechazo. Él es el único camino al hogar – a la casa del Padre, que es Dios (Jn 14:6).

F. Preguntas acerca de la vida y de la fe



F. 1: ¿Para qué vivimos en la tierra?

No estamos en la tierra como resultado de un proceso evoluti- vo, sino porque fue la voluntad de Dios crear al hombre. En ninguna parte la Biblia nos da las razones por las que Dios creó al hombre: si fue porque Dios estaba solo, porque se goza en crear, por el deseo de tener compañía o por tener criaturas a las cuales pudiera amar. Génesis  1:26-27 nos relata la intención divina de crear al hombre y como lo hizo: «Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza… Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Esto demuestra  que somos seres deseados. Así que no somos ni «holgazanes cós- micos»  (F.  Nietzsche)  ni  «gitanos  al  borde  del  universo» (J. Monod), ni tampoco unos advenedizos cualquiera del reino animal,  sino que procedemos  de un acto creador  directo  de Dios. La Biblia además nos dice que Dios nos ama: «Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia» (Jer 31:3) o «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:16). Este versículo prueba, además, que estamos destinados a la vida eterna.


F. 2: ¿Cuál es el sentido de la vida?

Los humanos somos las únicas criaturas terrestres que pregun- tamos por el sentido. Tres grandes preguntas  nos preocupan:
¿De dónde vengo?, ¿Para qué vivo?, ¿Hacia dónde voy? Son muchos los que han intentado responder a estos interrogantes. El filósofo alemán Hans Lenk enfatiza que no debemos esperar respuesta alguna de su especialidad: La filosofía raramente provee soluciones definitivas con respecto al contenido; tiene por campo de acción el estudio de los problemas, no el de los

temas o el de los resultados. Para ella, en ciertas circunstancias es mucho más importante  considerar  un problema  desde una nueva perspectiva, que solucionar parcialmente,  una pregunta ya planteada». El poeta Hermann Hesse escribió: «La vida es sin sentido, cruel, tonta y a pesar de ello magnífica no se bur- la del hombre, pero no se ocupa del hombre más que de una lombriz». La escritora francesa existencialista y atea Simone de Beauvoir se pierde en la falta de sentido: «¿Cuál es, pues, el sentido de la vida, si es destruida radicalmente?  ¿Para qué ha existido entonces? A fin de cuentas, todo es absurdo: la belleza de la vida, las obras humanas, todo. La vida misma es absur- da». Las ciencias como la psicología, la biología o la medicina tampoco pueden proporcionar respuestas satisfactorias, porque la pregunta sobre el sentido de la vida no es de su incumbencia.

Para muchos, el sentido de la vida consiste:

–   en querer hacer el bien: muchos abrigan este pensamiento humanista, que no es específicamente  cristiano. Aunque se encomienda  también  a los cristianos  a hacer  el bien (Gá
6:10, 2 Ts 3:13), las buenas obras no hacen por ello cristia- no al que las practica.
–   en adquirir prestigio: los deportistas aspiran a títulos mun- diales o medallas de oro. Los artistas buscan la gloria sobre los escenarios de este mundo.
–   en crear algo perdurable: algunos creen que se perpetúan a través de sus hijos o de la sociedad (por fundaciones asocia- das a su nombre,  por ejemplo).  Otros  desean  eternizarse mediante poemas propios, memorias o diarios íntimos.

Pero debemos recordar que toda fama o gloria terrenal es pasa- jera. Después de nuestra muerte no obtendremos de ellos nin- guna ventaja, porque allí a donde vamos «nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol» (Ec 9:6).

Si nuestra vida es creación de Dios, sólo tendrá sentido si la vivimos con Dios y si Él la dirige. El corazón humano aun- que poseyese toda la felicidad de este mundo permanecería

desasosegado,  vacío  e insatisfecho,  si no halla  el reposo  en Dios. Por eso dejemos que Dios nos diga lo que nos da sentido. Tres puntos pueden esbozarlo:

1. Dios fija como primera meta para nuestra vida la salvación por la fe. Sin la fe redentora en el Señor Jesucristo,  estamos perdidos. Por eso Pablo le dijo al carcelero de Filipos: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, y tu casa» (Hch 16:31). En este sentido, Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2:4). Porque esta salvación del alma es lo más importante, lo primero que Jesús le dice al paralítico es: «Tus pecados te son perdonados» (Mt
9:2). Para Dios la salvación del alma tiene prioridad sobre la salud del cuerpo.

2. Una vez salvados debemos servir a Dios: «Servid a Jehová con alegría» (Sal 100:2). Como seguidores  de Jesús, nuestra vida debe aspirar a hacer también discípulos de Jesús a otros (Mt 28:19).

3. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:39). Con este mandamiento de amar, Dios no sólo nos impone que ame- mos a aquellos que están lejos, en África del Sur o en Chile, sino en primer lugar que amemos a aquellos que nos han sido confiados: nuestro cónyuge, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros  vecinos,  nuestros  compañeros  de trabajo.  La Biblia da por sentado el hecho de que nos amamos a nosotros mis- mos;  pero  es preciso  que este  amor  se extienda  también  al prójimo.

La Biblia denomina fruto de nuestra vida a todo lo que haya- mos realizado en la fe, mencionado bajo los puntos 2 y 3. Con- trastando con todos los éxitos pasajeros, solo el fruto permane- ce (Jn 15:16). Dios le buscará al final de nuestra vida, y nos preguntará qué hemos hecho con los talentos que nos ha con- fiado (vida, tiempo, dinero, dones: Lc 19:11-27). Hasta el vaso de agua fría que hayamos dado en el nombre de Cristo, tendrá un alcance eterno (Mt 10:42).

F. 3: ¿Como integrar mi fe en la vida cotidiana?

Se notará un claro cambio en la vida de todo aquel que ha creí- do de todo corazón en Jesucristo. Tres puntos marcarán su nue- vo camino:

1. La ruptura con el pecado: Después de haber obtenido el perdón de todos nuestros pecados en la conversión, recibimos una nueva  manera  de vivir  que rompe  rotundamente  con el pecado. En nuestra calidad de cristianos nacidos de nuevo, no estamos sin pecado, pero lo que antes ocurría con toda regula- ridad y era lo más normal del mundo,  ahora nos sobreviene como una catástrofe. La obediencia a los mandamientos  divi- nos corregirá nuestra vida decisivamente.  Los mandamientos no fueron ideados como prohibiciones,  sino como ayuda para que en nuestra vida las cosas nos salgan bien. Con esta nueva orientación le mostramos a Dios que le amamos (1 Jn 5:3), y para nuestro prójimo, somos una «carta de Cristo» (2 Co 3:3), que puede ser leída por cualquiera.

2. La vida cotidiana en la fe: El que cree en Cristo y en con- secuencia  lee diligentemente  en la Biblia, encontrará  en ella multitud de consejos útiles para todas las situaciones  de esta vida. Daremos  una selección  de ellos más abajo. Como este párrafo trata casi exclusivamente  de los aspectos terrenales de la fe, citaremos  sobre todo de dos libros del Antiguo  Testa- mento:  Proverbios  y Eclesiastés.  Subdividiremos  estas reco- mendaciones  en dos partes: a) Las tocantes  a nuestra propia persona y b) las que se refieren a nuestras relaciones  con los demás.

a)  Acerca de nosotros mismos
–   el cuerpo (Ro 13:14; 1 Co 3:17; 1 Co 6:19)
–   comer y beber (Pr 23:20)
–   (forma de alimentación antes de la caída: Gn 1:29)
–   (forma de alimentación  después del diluvio: Gn 9:3-4;
1 Co 8:8; Col 2:16; 1 Ti 4:3-5)
–   el sueño (Sal 4:8; Pr 6:6-11; Pr 20:13; Ec 5:11)

–   el trabajo necesario  (Éx 20:9-11;  Éx 23:12; Pr 6:6-11; Pr 14:23; Pr 18:9; Pr 21:25; Ec 3:13; Ec 10:18; 2 Tes
3:10)
–   el trabajo como razón de vida (Ec 2:3-11)
–   el salario de los obreros (Is 65:23; Jer 22:13; Lc 10:7)
–   el tiempo libre (Pr 12:11b)
–   la adquisición del dinero y posesiones (Ec 4:6; 1 Ti 6:6-8; He 13:5)
–   deseos y valores terrenales (Ec 2:2-11)
–   los bienes materiales (Mt 6:19; Pr 10:22)
–   la riqueza (Pr 11:28; Pr 13:7; Pr 14:24; Ec 5:18)
–   la construcción de una casa (Sal 127:1; Jer 22:13)
–   el deporte (1 Co 9:24-25; 1 Ti 4:8)
–   las preocupaciones  (Sal 55:22; Pr 12:25; Fil 4:6; 2 Ti
2:4; 1 P 5:7)
–   la sexualidad en el matrimonio (Pr 5:18-19; Ec 9:9; 1 Co
7:3-6)
–   la sexualidad fuera del matrimonio (Pr 5:20-23; Pr 6:24-
32; Jer 5:8-9; He 13:4b)
–   el pecado (Gn 4:7; Sal 65:3; Lm 3:39; Jn 20:23; 1 Jn 1:9;
1 Jn 5:17; He 12:1)
–   el alcohol (Sal 104:15; Pr 23:30-35; Pr 20:1; Ef 5:18; 1
Ti 5:23)
–   la  manera  de  hablar  (Sal  119:172;  Pr  12:14,22;  Pr
14:3,5;  Pr  18:20-21;  Pr  25:11;  Ef  5:19;  Col  4:6;  Stg
1:19; He 13:16)
–   la tentación (1 P 1:6-7; Stg 1:2,12)
–   las acusaciones de la conciencia (1 Jn 3:20)
–   la ira (Ef 4:26)
–   el tiempo (Lc 19:13b; 1 Co 7:29; Ef 5:16)
–   la actitud (Fil 2:5)
–   los sueños (Ec 5:6)
–   la alegría y el gozo (Sal 118:24; Pr 15:13; Pr 17:22; Fil
4:4; 1 Ts 5:16)
–   hacerse bien a uno mismo (Mt 22:39)
–   la medida justa (Pr 11:1,24; Pr 20:10)
–   la filosofía o religión propia (Pr 14:12)
–   la juventud (Sal 119:9; Ec 11:9; Ec 12:1)

–   la vejez (Sal 71:9)
–   la muerte (Job 14:5; Sal 88:4; Ec 8:8)

Como proceder en caso de:
–   enfermedad (Ec 7:14; Stg 5:14-16)
–   sufrir angustia (Sal 46:1; Sal 50:15; Sal 77:2; Sal 73:21-
28; Sal 107:6-8; Fil 4:19)
–   depresión (Sal 42:5; Sal 119:25)
–   temor al hombre (Sal 56:11; Sal 118:6,8; Pr 29:25)
–   desgracia (Is 45:7; Lm 3:31-37; Am 3:6)
–   las actividades diarias (Ec 9:10; Col 3:17)
–   dar u ofrendar  (Pr 11:24-25;  Ec 11:1; Mal 3:10; 2 Co
9:6-7)
–   fianzas (Pr 6:1-3; Pr 11:15; Pr 17:18)
–   tomar prendas (Éx 22:25-26)
–   buscar dirección (Sal 37:5; Sal 86:11; Sal 119:105)
–   buscar un cónyuge (Cnt 3:1; Am 3:3; 2 Co 6:14)
–   sufrir por causa de la justicia (1 P 3:14)
–   falsas doctrinas (Col 2:8; 2 P 3:17; 1 Jn 4:6)
–   tener proyectos (Ec 9:10; Fil 4:13; Col 3:23)

b) Recomendaciones para el trato con otras personas
–   el cónyuge (Ef 5:22-28; 1 P 3:1-7; He 13:4)
–   los hijos (Dt 6:7; Pr 13:1; Ef 6:4; Col 3:21; 1 Ti 3:12)
–   los padres (Éx 20:12; Pr 6:20; Pr 30:17; Ef 6:1-3)
–   los amigos (Mi 7:5)
–   la  mujer  virtuosa  y  temerosa  de  Dios  (Pr  12:4a;  Pr
31:10-31)
–   la mujer rencillosa e indisciplinada (Pr 11:22; 12:4b; Pr
21:19)
–   los enemigos (Pr 25:21-22; Mt 5:22,44; Ro 12:14)
–   los malvados (Pr 1:10; Pr 24:1-2; 1 P 3:9)
–   los insensatos, los necios (Pr 9:8; Pr 23:9)
–   los creyentes  (Ro 12:10; 6:2,10b; Ef 4:32; Fil 2:4;
1 P 3:8-9)
–   los  incrédulos  (Mt  10:32-33;  Hch  1:8;  Col  4:5;  1  P
2:12,15)
–   el consejero (Pr 15:22)

–   los conciudadanos (Mt 22:39; 6:10a; 1 Jn 4:17-18)
–   los maestros espirituales (He 13:7)
–   enfermos (Mt 25:36; Stg 5:14-16)
–   los médicos y la medicina (Mt 9:12; 1 Ti 5:23)
–   los extranjeros y los huéspedes (Mt 25:35;Ro 12:13;He 13:2)
–   los pobres (Pr 3:27; Pr 19:17; Mt 25:34-40)
–   los extraviados (Stg 5:19)
–   los falsos maestros (1 Jn 4:1-3; Jud 23)
–   los que dudan (Jud 22-23)
–   las viudas (1 Ti 5:3; Stg 1:27)
–   los que lloran y los que ríen (Pr 17:22; Ro 12:15)
–   las personas de edad (Lv 19:32; Pr 23:22; 1 Ti 5:1)
–   los muertos (Ec 9:5-6)

c)  Recomendaciones para la actitud:
–   ante la iglesia (Hch 2:42; He 10:25)
–   ante la creación (Gn 1:28)
–   ante el Estado (Mt 22:21; Ro 13:1-7; 1 P 2:13)
–   ante Israel (Zac 2:12)

3. En el mundo, sin ser del mundo: Jesús resumió en una frase el marco de acción del creyente en Cristo: «Porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os abo- rrece» (Jn 15:19). El que cree en el Señor Jesucristo continúa, desde luego, viviendo en este mundo como todos los demás, pero su actitud ante la vida –en conformidad con lo mencionado en el punto 2– tiene una dimensión eterna que afecta su relación con Dios el Padre y su Hijo y en su conducta espiritual:

a)  Actitud con respecto a Dios y a Jesucristo:
–   amar a Dios (Dt 6:5; Sal 31:23; Mt 22:37)
–   conocerlo (Sal 46:1)
–   creer en él (He 11:6)
–   pensar en él (Pr 3:5-6; Ec 12:1)
–   guardar sus mandamientos (Ec 12:13; Mi 6:8)
–   manifestarle agradecimiento (Sal 107:8; Ef 5:20; Col 4:2)
–   alabarlo y exaltarlo (Sal 103:1-2; Ef 5:19b)
–   cantar para Él (Sal 68:4; Sal 96:1)

–   invocarlo en la angustia (Sal 50:15)
–   adorarlo (Mt 4:10b)
–   acercarse a Él (Stg 4:8)
–   amar al Señor Jesús (Jn 21:16; 2 Co 5:6; 2 Ti 4:8)
–   invocarle (Hch 7:58; Ro 10:13)
–   alabarlo y bendecirlo (Ap 5:12)
–   recibirlo (Jn 1:12)
–   creer en él (Mr 16:16; Jn 11:25-26; Hch 16:31; 1 Jn 3:23)
–   conocerle cada vez más (Ef 4:13)
–   obedecerle (2 Co 10:5; 1 P 1:22)
–   seguirle (Lc 14:27; Lc 14:33)
–   servirle (Ef 6:7)
–   mantener comunión con él (Jn 15:2; 1 Co 1:9; 11:23-29;
1 Jn 1:3)
–   permanecer en él (Jn 15:4)
–   orar  a  él  y  en  su  nombre  (Jn  14:13-14;  Hch  7:58; Ef 5:20)

b) Actitud y labor espiritual:
–   hacer  del  reino  de  Dios  la  mayor  de  las  prioridades
(Mt 6:33; Col 3:2)
–   producir fruto (Sal 126:5-6; Lc 19:13)
–   producir fruto del Espíritu (Gá 5:22; Ef 5:9)
–   hacer tesoros en el cielo (Mt 6:20)
–   propagar la Palabra de Dios (2 Co 5:20; 1 Ts 1:8)
–   hacer lo que agrada a Dios (Ef 5:10; 1 Ts 2:4)
–   anunciar el evangelio (Mt 28:19-20; Fil 1:27; 1 Ti 6:12)
–   tener comunión con creyentes (Mt 18:20; Hch 2:42)
–   vivir en santidad (1 Ts 4:3; 2 Ts 2:13; He 12:14)
–   leer  frecuentemente  la  Biblia  (Jos  1:8;  Sal  119:162; Col 3:16)
–   tener metas espirituales (SCo 9:24; Fil 3:14)


F. 4: Tengo a menudo  sueños recurrentes  que me inquietan.
¿Me indican algo?

Existen tres tipos de sueños:

1. Los sueños inspirados por Dios: la Biblia relata algunos sue- ños en los cuales Dios ha hablado a ciertas personas, por ejem- plo, a José (Mt 1:19-25). El que soñaba o bien reconocía que era Dios quien se comunicaba con él (por ejemplo, Salomón:
1 R 3:5-15, o Daniel: Dn 7); o bien Dios enviaba a alguien que interpretara  su mensaje  (por  ejemplo,  José  que  en la cárcel interpretó los sueños del panadero y del copero: Gn 40). Los sueños en los que Dios nos habla se reconocen por el hecho de que no nos oprimen ni espantan; en seguida resultarán ser una ayuda especial ante situaciones de la vida. Pero por experiencia sabemos que esta forma de hablar de Dios sólo ocurre en situa- ciones excepcionales.

2. Los sueños  sin significado:  la mayoría  de los sueños  son fugaces y no tienen significado como se expresa en Job 20:8:
«Como sueño volará (la altivez del impío), y no será hallado, y se disipará  como  visión  nocturna».  La práctica  corriente  de interpretar los sueños simbólicamente hay que rechazarla rotundamente:  «Los adivinos  han visto mentira, han hablado sueños  vanos»  (Zac  10:2).  También  en  el libro  apócrifo  de Eclesiástico 34:1-8 encontramos una explicación útil:

«Las vanas esperanzas y las mentiras son para el necio; Y los sueños dan alas a los imprudentes. Como el que se abraza con una sombra y persigue al viento, así es el que atiende a los sueños engañosos. Las visiones de los sueños son la semejanza de una cosa, como es la imagen del hombre pues- ta delante del mismo hombre... Las adivinaciones erróneas, los agüeros falsos y los sueños de los malvados son una vani- dad. Si tu espíritu padece fantasmas, como el de la mujer que está de parto, no hagas caso de semejantes visiones, a no ser que te sean enviadas del Altísimo. Porque a muchos hicieron errar los sueños y se perdieron por haber confiado en ellos. La palabra de la Ley es perfecta sin estas mentiras.»

3. Los sueños de eventos que no hemos digerido: el inconscien- te, que está desconectado  de la voluntad  consciente  y de la mente,  puede  a veces  dar  origen  a sueños,  provocados  por

algún acontecimiento del pasado: temores que no se ha sabido vencer, culpa no admitida, episodios dolorosos de la vida (recuerdos de la guerra, temores a los exámenes, crisis conyu- gales). Es probablemente a este tipo de sueños a los cuales se refiere la pregunta planteada. Es posible hallar liberación en la consejería espiritual. Puesto que en la mayoría de los casos se trata de problemas  de culpabilidad,  el remedio eficaz será la experiencia del perdón.


F. 5: ¿Qué es el pecado?

Antes de usar la palabra “pecado”, la Biblia nos presenta su his- toria natural con gran claridad (Gn 3:1-13). No expone primero la teoría y luego la práctica, sino que lo hace vice versa: partien- do del hecho real, establece la doctrina. El pecado se introdujo en el mundo por medio de la pregunta tentadora: «¿Conque Dios os ha dicho?» (Gn 3:1). El pecado es, por consiguiente, una acti- tud opuesta a la voluntad de Dios. Los Diez Mandamientos (Éx
20:1-17) y el Sermón del Monte que pronunció Jesús (Mt 5-7) constituyen excelentes espejos para reconocer nuestra propia pecaminosidad. El que no conoce la Palabra de Dios no sabe cuál es su voluntad; por tanto, vive de manera automática y per- manente en el pecado. La primera palabra de la Biblia que deno- ta «pecado» (en hebreo chattah) está en Gn 4:7 y expresa la idea de errar el blanco. Este es igualmente el sentido de la palabra griega «hamartia». Otros significados de la palabra «pecado» son desviación, deformación (hebr. awon), maldad, perversidad (raa), violencia (chamas), pensamientos malvados (räscha). Ya la mera falta de justicia es pecado: «¡Ay del que edifica su casa sin justicia y sus salas sin equidad!» (Jer 22:13). En el Nuevo Testamento la definición equivalente de pecado es: «Todo lo que no proviene de la fe, es pecado» (Ro 14:23). Para H. Bezzel, el pecado es la reducción del hombre a sí mismo. En Juan 16:9, Jesús identifica el pecado general del hombre con la ausencia de una relación personal con Él: «…pecado, por cuanto no creen en mí». El pecado es el gran obstáculo en la relación entre Dios y el hombre. Quien no experimente la corrección de su trayectoria

por medio del arrepentimiento y el perdón (1 Jn 1:9) conocerá la consecuencia de errar la meta como ley inalterable: «Porque la paga del pecado es muerte (eterna)» (Ro 6:23). Para muchas personas la salud ocupa el primer lugar de sus prioridades, pero no consideran la peor enfermedad: el pecado – la enfermedad mortal.


F. 6: Según la Biblia ¿pueden un hombre y una mujer vivir jun- tos sin estar casados? ¿A partir de qué momento está casada una pareja: después de la decisión de la pareja de permanecer juntos? ¿Después de la primera relación sexual? ¿Después de la ceremonia civil o de la Iglesia?

Antes de aclarar estas preguntas, más y más candentes en nues- tra época, quisiera mostrar cinco orientaciones bíblicas funda- mentales. Al hacerlo, aplicamos un principio de interpretación bíblica según el cual la solución de un problema no debe con- centrarse en un sólo versículo, sino que surge del contexto de varias afirmaciones básicas (ver Principios de interpretación PI
5 y PI 6 en la segunda parte del Apéndice).

1. Matrimonio y sexualidad. Dios instituyó el matrimonio den- tro del orden creacional. Él ha querido esa unión y es Su buena idea: «Y dijo Jehová  Dios: no es bueno que el hombre  esté solo; le haré ayuda idónea para él» (Gn 2:18). Esta alianza está diseñada  como  una  comunión  para  toda  la  vida  (Mt  19:6), como  lo subraya  la fórmula  legal:  «hasta  que la muerte  los separe». Al establecer esta unión de hombre y mujer instituida por Dios, el Creador había dicho: «Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gn 2:24). Ser «una sola carne», se refiere en primer lugar a la unión corporal, sexual, pero esta expresión concisa abarca toda la persona, y por lo tanto también el alma y el espí- ritu. Dos personas que hasta ese momento habían llevado vidas separadas,  experimentan  la  más  íntima  relación  posible.  Se hacen uno tanto en sus sentimientos y pensamientos, como en su relación espiritual y corporal. La sexualidad es un regalo de

Dios y según la Biblia, la procreación no es la única finalidad de la relación sexual en el matrimonio:

«No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento,  para ocuparos sosegadamente  en la oración…» (1 Co 7:5).
«Sea bendito  tu manantial,  y alégrate  con la mujer de tu juventud. Como cierva amada y graciosa gacela, sus cari- cias te satisfagan  en todo tiempo,  y en su amor  recréate siempre» (Pr 5:18-19).
«Goza de la vida con la mujer que amas» (Ec 9:9).

La Biblia nos enseña a tener una actitud correcta con respecto a la sexualidad:  ni mojigatería  (Cnt 4) ni lujuria  (Jer 5:8). El amor  y el  respeto  recíprocos  constituyen  las  indispensables barreras de contención (Col 3:19; 1 P 3:7).

2. El matrimonio y la Iglesia fueron instituidos por Dios: Exis- ten  en  este  mundo  muchas  formas  de  vida  comunitaria,  de entre ellas, el matrimonio  y la familia, la Iglesia y el Estado (Ro 13:1-7) son según la voluntad de Dios. Pero la iglesia de Cristo y el matrimonio son dos instituciones especiales de Dios y en modo alguno inventos humanos como a veces se pretende. Se comprende entonces por qué estas dos instituciones son tan atacadas en este mundo impío (1 Ti 4:3; Ap 2:9). Desde la Cre- ación no hay ninguna cultura humana sin el matrimonio. Nun- ca se ha hecho anticuado. A pesar de las tendencias modernas contrarias  al matrimonio  y a pesar de los fracasos  humanos, esta institución divina perdurará, porque está fundamentada en la providencia de Dios para el hombre. Lo mismo sucede con la Iglesia: Jesús prometió que ni siquiera las puertas del Hades podrían prevalecer contra ella (Mt 16:18).

3. El matrimonio como parábola. La Biblia a menudo compara la fe y la relación entre Dios y el hombre con la relación de confianza más íntima posible entre dos personas, con el matri- monio:  «Pues  como  el joven  se desposa  con  la virgen…  y como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el

Dios tuyo» (Is 62:5). Por eso el matrimonio es escogido tam- bién como parábola (gr. mystaerion = misterio) para describir la relación de Cristo con su iglesia: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mis- mo por ella»  (Ef 5:25+28).  Sobre  esta analogía  nos dice la Palabra  de  Dios:  «Grande  es  este  misterio».  Este  paralelo abunda en enseñanzas:  puesto que la unión de Cristo con su Iglesia nunca termina, igualmente la unión entre un hombre y una mujer es para toda la vida. Todo matrimonio  divorciado produce una deformación de la idea de Dios y destruye el sim- bolismo del matrimonio. Así se entiende la actitud sin compro- misos de Jesucristo ante la cuestión del divorcio (Mt 19:6-9).

4. El adulterio como parábola. Si el matrimonio vivido en amor y fidelidad es un símbolo de la relación de Dios con su pueblo, la Biblia consiguientemente compara la apostasía y la adoración de dioses extraños e ídolos con el adulterio o la fornicación:

«¿Has visto lo que ha hecho la rebelde Israel? Ella se va sobre todo monte alto y debajo de todo árbol frondoso, y allí fornica. Y sucedió que por juzgar ella cosa liviana su fornicación, la tierra fue contaminada, y adulteró con la pie- dra y con el leño» (Jer 3:6,9).
«Tus adulterios, tus relinchos, la maldad de tu fornicación sobre los collados; en el campo vi tus abominaciones» (Jer
13:27).

5. ¿Qué es la fornicación? A nuestra palabra fornicación corresponde  en el lenguaje  del Nuevo Testamento  la palabra griega porneia, que ha dado origen al vocablo «pornografía». El término «fornicario»  (griego pornos), se usa en el NT no sólo conjuntamente  con los adúlteros  y homosexuales  (1 Co
6:9 por ejemplo), sino que por otra parte se usa como concepto más amplio para designar toda satisfacción del instinto sexual fuera del marco establecido por Dios, es decir, el matrimonio (1 Co 6:18; 1 Ts 4:3). Esto incluye:

–   Las relaciones sexuales prematrimoniales (Dt 22:28).

–   Las relaciones sexuales con otra mujer que no sea la esposa legítima (Lv 18:20; Jer 5:8-9; Mt 5:32).
–   La homosexualidad (Gn 19:5; Ro 1:26-27; 1 Ti 1:10).
–   El incesto (1 Co 5:1).
–   Las relaciones sexuales con animales (Lv 18:23).

Todos aquellos que practican la fornicación se encuentran bajo un severo juicio de Dios:

«No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlte- ros, ni los afeminados,  ni los que se echan con varones… heredarán el reino de Dios» (1 Co 6:9-10). «A los fornica- rios y a los adúlteros los juzgará Dios» (He 13:4). «Mas los perros (inmorales)  estarán fuera (en la condenación)…,  y los fornicarios,  los homicidas,  los idólatras,  y todo aquel que ama y hace mentira» (Ap 22:15).

Conclusiones: Estos textos bíblicos proveen una clara res- puesta a la pregunta  planteada.  Según la Biblia,  la vida en común  de parejas  no casadas  es fornicación,  igual  que  las relaciones sexuales prematrimoniales  o extramatrimoniales,  y excluye  del  Reino  de  Dios,  a menos  que  los  implicados  se aparten de esta vida pecaminosa  y se arrepientan  (comp. 1ª Parte del Apéndice, punto 10).

¿Pero a partir de qué momento está una pareja casada? Con la creciente alienación de nuestra sociedad de los mandamientos de Dios, observamos que cada vez más parejas viven juntos en una relación parecida al matrimonio, pero sin compromiso. Aunque muchos no vean ninguna diferencia entre su unión y el matrimonio, sin embargo, no están casados. Ya hemos visto en el punto 5 lo que Dios piensa sobre ese tipo de relaciones.

Por el testimonio  de la Biblia  vemos  que el matrimonio  no comienza:

–   en el momento  en que un hombre  y una mujer tienen la intención  de compartir  sus vidas:  Jacob  deseaba  tomar  a

Raquel como su mujer. Cuando hubieron  transcurrido  los siete años convenidos para obtener a Raquel, Jacob dijo a Labán: «Dame mi mujer, porque mi tiempo se ha cumplido, para unirme a ella» (Gn 29:21). Esto se refiere a la relación sexual. El texto dice literalmente «Y yaceré con ella»1. Dos cosas se infieren del contexto: antes del matrimonio, Jacob no había tenido relaciones sexuales con Raquel, y el matri- monio contó a partir de la fiesta pública de la boda.

–   por el hecho de haber tenido relaciones íntimas. En Israel, cuando un hombre se había acostado con una joven, enton- ces tenía que casarse con ella y pagar la dote habitual en aquel entonces  (Dt 22:28-29).  Las relaciones  sexuales  no estaban permitidas antes del matrimonio oficial.

Definición del comienzo del matrimonio: Existe matrimonio – también  ante Dios cuando un hombre  y una mujer se han sometido al ritual oficial común en la sociedad en que viven.

Esta definición se desprende de todos los ejemplos bíblicos de matrimonios. Aquí hallamos el siguiente principio bíblico de interpretación:  de  una  abundancia  de  casos  individuales  se extrae lo que todos tienen en común, tomándolo  como ense- ñanza bíblica. Esta definición se puede aplicar de igual manera tanto a cualquier tribu remota con sus propios rituales recono- cidos dentro de esa comunidad, como a nuestra cultura con la institución del registro civil. Lo importante en todos los casos es que las personas del entorno sepan de manera clara y oficial que dos seres se han unido en matrimonio asumiendo el com- promiso. Por consiguiente, ya no están a disposición de los que estén buscando pareja. Si un hombre codicia a una mujer casa- da (o un hombre  casado  codicia  a otra  mujer  y viceversa), según el Sermón del Monte (Mt 5:28) comete adulterio. A la mujer samaritana en el pozo de Jacob, Jesús le dijo que el hom- bre con el cual vivía no era su marido (Jn 4:18). Si hubiese


1 Antiguo Testamento Interlineal Hebreo-Español. Pentateuco. Edit. CLIE (N. del T.)

contraído públicamente matrimonio con él, Jesús no le hubiese hablado de esa manera. La Biblia no fija la forma externa que debe tener la ceremonia del matrimonio, pero, no obstante, hay un día definido  de la boda, a partir del cual el hombre  y la mujer se pertenecen mutua y oficialmente. En la época de Abraham (Gn 24:67), esto se hacía diferente que en los tiem- pos de Sansón (en que la boda duraba 7 días: Jue 14:10-30) o en los tiempos de Jesús (bodas de Caná: Jn 2:1-11). En España y países  hispanoamericanos,  el matrimonio  reconocido  es el consignado  en el Registro  Civil. Por consiguiente,  es el que Dios aprueba para nosotros.


F. 7: Creer significa no «saber» con certeza absoluta. ¿Enton- ces, cómo puede usted afirmar que la fe es una certidumbre?

Numerosos pensadores se han ocupado de la cuestión de la fe. Hallamos posiciones muy diferentes entre ellos que no son el resultado de reflexiones neutrales, sino que expresan su punto de vista personal.

Puntos de vista críticos: El ateo Theo Löbsack declara: «La fe defiende ideas preconcebidas y rechaza las conclusiones cientí- ficas que las contradicen. Es la razón por la cual la fe es el ene- migo mortal de la ciencia». Kant se expresa de manera análoga:
«Tuve que suprimir el saber para preservar un sitio a la fe». Este concepto antibíblico ha hecho de Kant el precursor de numero- sas escuelas de filosofía totalmente opuestas a la fe. En un muro de la escuela superior de Norf, cerca de Neuss (Alemania), se puede leer: «No confíes en nadie que tenga a su Dios en el cie- lo». Esa es la consecuencia final de la razón crítica.

Puntos de vista positivos: Isaac Newton, uno de los mayores físicos de todos los tiempos, declaró: «Aquel que reflexiona sólo a medias, no cree en Dios; pero aquel que reflexiona bien no puede sino creer en Dios». El célebre matemático Blaise Pascal testificó con similar certeza: «Así como todas las cosas hablan de Dios a aquellos que le conocen, y le revelan a aquellos que le

aman, de igual manera, sin embargo, estas mismas cosas le ocul- tan ante los ojos de aquellos que no le buscan y no le conocen».

Estas dos posiciones opuestas muestran claramente que la fe no es una función de la ignorancia, sino que únicamente depende de la actitud personal preconcebida. Esta no cambia por refle- xiones filosóficas, sino únicamente por acudir a Jesucristo, paso que la Biblia denomina conversión. Para los inconversos, las cuestiones de la fe son locura (1 Co 1:18), y son incapaces de comprenderlas (1 Co 2:14). Pero el que ha sido asido por Cristo, es conducido a toda verdad (Jn 16:13), su fe descansa sobre un fundamento sólido (1 Co 3:11); y su fe es algo ciertísimo:

«Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (He 11:1).


F. 8: ¿Es necesaria una señal externa para el nuevo nacimiento?

La conversión y el nuevo nacimiento son las dos expresiones que describen el proceso de nuestra salvación. La conversión es lo que hace el hombre, y el nuevo nacimiento es lo que hace Dios. La conversión es por lo tanto la parte humana y el nuevo nacimiento la parte divina de un mismo proceso. En una conversación noctur- na, Jesús le dijo a Nicodemo: «el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3:3). El nuevo nacimiento, por consiguiente, es absolutamente necesario para entrar en el cielo. Nacer de nuevo es un proceso pasivo, como el nacimiento bioló- gico. Por medio del nacimiento natural, entramos a la vida terre- nal y llegamos a ser ciudadanos de este mundo. Del mismo modo, la ciudadanía celestial se adquiere solamente por medio del naci- miento. Puesto que todos ya hemos nacido una vez, la Biblia denomina nuevo nacimiento a este segundo nacimiento que nos proporciona el derecho a la vida celestial (eterna).

Por medio del arrepentimiento, nos apartamos de nuestra antigua vida de pecado, y en la conversión, nos volvemos hacia Cristo. Cualquiera que se vuelve a Dios con todo su ser, será como uno

que regresa al hogar celestial. Dios responde dándonos una nue- va vida, una vida eterna; esto es nuestro nuevo nacimiento. Este proceso no está acompañado de ninguna señal externa, pero la nueva actitud de vida no dejará de manifestarse por medio de los frutos visibles del Espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benigni- dad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gá 5:22-23).


F. 9: Usted nos está hablando como si Dios mismo le hubiese enviado aquí. ¿Qué se cree usted? (Durante una conferencia en un centro penitenciario para menores)

Me alegro de que me haya dirigido esta pregunta de manera un tanto provocadora,  porque es bueno que tengamos que rendir cuentas de esto también. Usted esperará en vano toda su vida, si desea que el mensaje del evangelio le sea anunciado por un ángel del cielo. Dios mismo consumó  la salvación  en Cristo Jesús; la proclamación  de este hecho, en cambio, la confió a los hombres.  Es la voluntad  de Dios que sean discípulos  de Jesús los que realicen la tarea de hacer de otras personas discí- pulos también y de instruirlas bíblicamente (Mt 28:19-20). Podemos,  por tanto, presentarnos  en el nombre del Señor, el creador del cielo y de la tierra, porque «somos colaboradores de Dios» (1 Co 3:9). Todos los que creen en Jesucristo son lla- mados a colaborar así, y un día serán juzgados en función de lo que habrán hecho con el evangelio  que les ha sido confiado (Lc 19:11-27). El mayor representante acreditado de un gobier- no en el exterior es el embajadorTiene plenos poderes y es enviado allí para actuar en nombre de su gobierno que lo ha acreditado. Es a este noble rango al cual nos ha elevado el Hijo de Dios en lo que se refiere a la predicación del evangelio, por- que en el Nuevo Testamento  está escrito expresamente:  «Así que, somos embajadores  en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cris- to: Reconciliaos  con Dios» (2 Co 5:20). En Lc 10:16, Jesús dice: «El que a vosotros oye, a mí me oye». Por eso nuestra legitimación no viene de nosotros, sino que está autorizada por Dios.

F. 10 ¿Qué piensa usted de la ingeniería genética?

Como es bien sabido, por la torre de Babel vino el juicio de la confusión de las lenguas. Menos sabido es que Dios también entregó al hombre a sus propios hechos: «nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer» (Gn 11:6). Dios permite que el hombre haga cosas que más valdría que no las hiciera. Habría sido mejor para el hombre si no hubiese tenido la capacidad de construir cámaras de gas para matar allí a personas a gran esca- la. Habría sido mucho mejor que no hubiese tenido la libertad de inventar la bomba atómica para reducir a cenizas ciudades ente- ras; o de idear sistemas  políticos  que esclavizan  a los seres humanos. Así también está dentro de las posibilidades del hom- bre  el  subir  a  la  luna,  transplantar  órganos  y  manipular  los genes. El hombre desligado de Dios se considera como autóno- mo, y no conoce restricciones para sus actos. Sus actos mismos vienen a ser un juicio para él. El hombre que cree en Dios busca- rá las pautas bíblicas y no hará todo lo que es capaz de hacer. Por medio del mandamiento «multiplicaos» (Gn 1:28), Dios nos permite a los hombres participar en el proceso creador. En el orden  sexual  entre  hombre  y mujer  Dios  ha dado  todos  los requisitos necesarios para este proceso, no obstante, Dios sigue siendo el que forma al hombre: «Mi embrión vieron tus ojos» (Sal 139:16). En la manipulación genética, intervenimos cam- biando el proceso establecido por Dios: los genes transferidos al óvulo fecundado pueden transmitirse a las generaciones siguien- tes. Esta intervención es irreversible y comprende peligros imprevisibles. Ch. Flämig, con una visión utópica, estima que el objetivo final de la genética es la creación de un superhombre:
«Las más grandes inteligencias de la humanidad van a ... desa- rrollar métodos genéticos capaces de inventar nuevas propieda- des, nuevos órganos y nuevos sistemas biológicos que servirán a los intereses, la felicidad y la gloria de aquellos seres semejantes a Dios, de los cuales nosotros, miserables criaturas, somos hoy día los mezquinos precursores» (“Die genetische Manipulation des Menschen” [La manipulación genética del hombre] de ‘Poli- tik  und  Zeitgeschichte’ B3/1985,  p.3-17).  Tal  meta  hace  del hombre un Prometeo que desprecia a Dios:

«Heme aquí modelando humanos
A mi imagen.
Un linaje a mi semejanza, Para sufrir, para llorar, Para disfrutar y alegrarse, Y para no acatarte
¡Como yo!» (J.W.v. Goethe).


F. 11: ¿Qué hacía Jesús con las moscas y los tábanos? ¿Los aplastaba?

“Respeto  por  la  vida”  es  la  conocida  expresión  que  acuñó Albert  Schweitzer  y que –si se aplicara  consecuentemente  a todas las personas– impediría que hubiese 80 millones de abor- tos provocados  al año en el mundo. Pero Schweitzer iba más allá del solo respeto  por la vida humana;  pues en la jungla intentaba no pisar jamás un insecto. En el hinduismo no se pue- de matar a ningún animal, porque se cree que después de su muerte terrenal el hombre puede seguir viviendo en cualquier animal. De ahí que existan en la India ocho veces más ratas que personas. El alimento que necesitan esas ratas es un problema insoluble, y los daños causados son indescriptibles. El manda- miento bíblico «No matarás» (Éx 20:13) se refiere exclusiva- mente al hombre. Este mandamiento  no es para los animales, puesto que Dios permite al hombre expresamente alimentarse de ellos (Gn 9:3). En el sermón del monte, Jesús ahondó el mandamiento de no matar (Mt 5:21-26), pero no lo extendió al reino animal.

La pregunta planteada coloca a Jesús en una posición hinduista o le acerca al modo de actuar de Albert Schweitzer o de Fran- cisco de Asís, el cual, según se dice, se infligía castigos cuando había aplastado un insecto. Dios nos muestra en la Biblia cómo debemos comportarnos con respecto de los animales. En la cre- ación original, «Todo era bueno, en gran manera» (Gn 1:31). Por consiguiente, no había enfermedades,  ni muerte, ni insec- tos dañinos,  ni animales  peligrosos.  La caída también afectó

profundamente el mundo animal. Cada especie quedó marcada por ella con diferencias graduales bien claras. De ahí la catego- ría de animales puros e impuros (Gn 7:2). También se hace dis- tinción entre «malas bestias» (Lv 26:6) y animales útiles cuya protección incluso está cimentada en los Diez Mandamientos de Dios (Éx 20:10,17). Según Deuteronomio  25:4, el israelita no debía poner bozal que impidiera al buey alimentarse mien- tras trillaba. Otros animales perdieron con la caída su papel ini- cialmente positivo hacia el hombre pasando a ser perjudiciales. La Biblia cita en particular a las langostas, el saltón, las orugas, las ranas y los insectos parásitos, los cuales, a causa de su gran número,  son  a  menudo  instrumentos  de  los  juicios  divinos (Éx 10:12; Sal 78:45-46; Sal 105:30-35, Jl 2:25; Am 4:9). De la misma manera las serpientes y los escorpiones  simbolizan potencias hostiles al hombre, de las que Dios puede preservar (Nm 21:8-9; Lc 10:19) o que en situaciones de juicios pueden obtener poder sobre el hombre (Nm 21:6; 1 R 12:11).

La mayoría de las enfermedades son causadas por microorganis- mos (virus, bacterias, parásitos). Si Jesús sanaba toda enferme- dad (Mt 4:23) mataba, sin duda alguna a esos organismos vivos y perjudiciales que amenazan al hombre. Nos hacemos una falsa imagen de Cristo si le atribuimos una evaluación poco realista de esta creación caída. Con su autoridad, Jesús reprime a pode- res destructores como el viento y la tempestad (Mt 8:27), la enfermedad y la muerte (Mt 8:3; Jn 11:43-44), los demonios y a los espíritus inmundos (Lc 11:14). Jesús vino a nosotros como Hijo de Dios y a la vez como Hombre, «tomando forma de sier- vo, hecho semejante a los hombres» (Fil 2:7). Como todos los hombres, pues, estuvo expuesto a las diferentes situaciones de la vida; por ello, experimentó la plaga de los mosquitos, los tába- nos y los enjambres de moscas. Pero la Biblia no nos dice en forma explícita, como trató a esos insectos. Sin embargo, tomando en consideración lo anteriormente expuesto, no existe razón alguna para pensar que no los matase o espantase.

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